Recopilo ahora lo que fue de Rosalinda, y lo hilo con retazos del devenir de Beigbeder que tal vez sirvan para completar la visión de los últimos tiempos del ex ministro. Al final de la guerra mi amiga decidió abandonar Portugal e instalarse en Inglaterra. Quería que su hijo se educara allí, así que su socio Dimitri y ella convinieron traspasar El Galgo. El Jewish Joint Committee les otorgó conjuntamente una condecoración con la Cruz de Lorraine de la Resistencia Francesa en reconocimiento a sus servicios a los refugiados judíos. La revista americana
Con el dinero obtenido por el traspaso se instaló en Gran Bretaña. Todo funcionó bien en los primeros meses: la salud recuperada, libras abundantes en el banco, viejos amigos recobrados y hasta los muebles de Lisboa recibidos sanos y salvos, entre ellos diecisiete sofás y tres pianos de cola. Y entonces, cuando todo estaba calmado y la vida sonreía, Peter Fox desde Calcuta volvió a recordarle que aún tenía un marido. Y le pidió que lo intentaran de nuevo. Y, contra todo pronóstico, ella aceptó.
Buscó una casa de campo en Surrey y se preparó para asumir por tercera vez en su vida el papel de esposa. Ella misma resumió la aventura en una palabra: imposible. Peter era el mismo de siempre: seguía comportándose como si Rosalinda aún fuera la niña de dieciséis años con la que un día se casó, trataba al servicio a patadas, era desconsiderado, egocéntrico y antipático. A los tres meses de su reencuentro ella ingresó en el hospital. La operaron, pasó semanas de convalecencia y sólo una cosa salió clara de ellas: tenía que dejar a su marido como fuera. Regresó entonces a Londres, alquiló una casa en Chelsea y durante un breve tiempo abrió un club al que puso el pintoresco nombre de The Patio. Peter, entretanto, se quedó en Surrey, negándose a devolverle sus muebles lisboetas y a concederle el divorcio de una maldita vez. Tan pronto como ella se recuperó, comenzó a pelear por su libertad definitiva.