Jamás rompió el contacto con Beigbeder. A finales de 1946, antes de que Peter regresara a Inglaterra, pasaron juntos unas semanas en Madrid. En 1950 volvió para otra temporada. Yo no estaba allí, pero por carta me contó la pena inmensa que le causó encontrar a un Juan Luis roto ya para siempre. Disfrazó la situación con su habitual optimismo: me habló de las poderosas corporaciones que él dirigía, de la gran figura que era en el mundo empresarial. Entre líneas percibí que mentía.
A partir de aquel año, una nueva Rosalinda pareció emerger con sólo dos fijaciones en mente: divorciarse de Peter y acompañar a Juan Luis en los últimos tramos de su existencia a lo largo de estancias temporales en Madrid. Él, según ella, envejecía a pasos de gigante, cada día más desilusionado, más deteriorado. Su energía, la agilidad mental, su ímpetu y aquel dinamismo de los viejos tiempos de la Alta Comisaría se apagaban con las horas. Le gustaba que ella lo sacara en coche, que fueran a comer a cualquier pueblo de la sierra, a un vulgar mesón al pie de la carretera, lejos del asfalto. Cuando no tenían más remedio que quedarse, paseaban. A veces se encontraban con viejos dinosaurios con los que un día él compartió cuarteles y despachos. La presentaba como mi Rosalinda, lo más sagrado en el mundo después de la Virgen. Ella, entonces, reía.
Le costaba trabajo entender por qué él estaba tan derrotado cuando no era demasiado viejo en años. Andaría entonces aún por los sesenta y pocos, pero era ya un anciano acabado en espíritu. Estaba cansado, entristecido, defraudado. De todos, con todos. Y entonces se le ocurrió la última de sus genialidades: pasar sus últimos años mirando hacia Marruecos. No dentro del país, sino contemplándolo desde la distancia. Prefería no retornar: apenas quedaba ya allí nadie de aquellos con quienes compartió sus tiempos de gloria. El Protectorado había acabado el año anterior y Marruecos, recobrado su independencia. Los españoles se habían ido y de sus viejos amigos marroquíes quedarían ya pocos vivos. No quiso volver a Tetuan, pero sí terminar sus días con aquella tierra en el horizonte. Y así se lo pidió. Ve al sur, Rosalinda, busca un sitio para nosotros mirando al mar.