Aquélla fue, informalmente, la versión formal de los hechos. Y, más o menos, así se creyó. Pero yo me enteré de que hubo otra razón añadida, una razón que tal vez tuviera incluso más peso que las propias tensiones políticas internas, el hartazgo de Franco y la guerra europea. Supe de ello sin moverme de mi casa, en mi taller y a través de mis propias clientas, de las españolas de alcurnia que cada vez eran más abundantes en mis probadores. Según ellas, la verdadera artífice del descalabro de Serrano fue Carmen Polo, la señora. La movió, contaban, la indignación de saber que el 29 de agosto, la hermosa e insolente marquesa de Llanzol había dado a luz a su cuarta hija. A diferencia de los retoños anteriores, el padre de aquella niña de ojos de gato no era su propio marido, sino Ramón Serrano Suñer, su amante. La humillación que tal escándalo suponía no sólo para la esposa de Serrano -la hermana de doña Carmen, Zita Polo-, sino para la familia Franco Polo en sí rebasó todo lo que la esposa del Caudillo estaba dispuesta a soportar. Y apretó a su marido por donde más duele hasta que lo convenció para que prescindiera de su cuñado. El cese vengativo fue inminente. Tres días tardó Franco en comunicárselo en privado y uno más en hacerlo público. Rosalinda habría dicho que, a partir de entonces, Serrano quedó totally out. Candelaria la matutera lo habría formulado de una manera más resuelta: a la puta calle.
Se rumoreó que poco después le sería asignada la representación diplomática en Roma, que tal vez, transcurrido un tiempo, volviera a acercarse al poder. Nunca fue así. El ninguneo a su persona por parte de su cuñado no cesó jamás. En su descargo hay que decir, no obstante, que él mantuvo una larga vida con dignidad y discreción, ejerciendo la abogacía, participando en empresas privadas y escribiendo colaboraciones periodísticas y libros de memorias un tanto maquilladas. Desde la disidencia y utilizando siempre tribunas públicas, incluso se permitió sugerir de vez en cuando a su pariente la conveniencia de afrontar profundas reformas políticas. Nunca descendió de su complejo de superioridad, pero tampoco cayó en la tentación, como tantos otros, de declararse demócrata de toda la vida cuando las tornas cambiaron. Con el paso de los años, su figura fue ganando un relativo respeto en la opinión pública española, hasta que murió cuando sólo le restaban unos días para alcanzar los ciento dos años.