El sostenimiento de Serrano estaba costando a Franco, al parecer, un
precio excesivo. Era cierto que el brillante hermano político había cargado sobre sus espaldas con la puesta en marcha del entramado civil del régimen; cierto fue también que él mismo sacó adelante gran parte del trabajo sucio. Organizó la administración del nuevo Estado y atajó las insubordinaciones e insolencias de los falangistas contra Franco, a quien tenían, por cierto, en una muy baja consideración. Elucubró, organizó, dispuso y actuó en todos los flancos de la política interior y exterior, y tanto trabajó, tanto se implicó y con tanto empeño lo hizo que acabó hartando hasta a su sombra. Los militares le odiaban y en la calle resultaba tremendamente antipático, hasta el punto de que el pueblo volcaba en él la culpa de todos los males de España, desde la subida de los precios de los cines y espectáculos, hasta la sequía que asoló el campo aquellos años. Serrano fue muy útil a Franco, sí, pero llegó a acumular demasiado poder y excesivos odios. Su presencia se hizo cargante para todos y, además, el pronóstico de la victoria de Alemania que con tanto entusiasmo apoyó empezaba a tambalearse. Se dijo por eso que el Caudillo aprovechó el incidente de los falangistas violentos para librarse de él y, de paso, cargarle el muerto de ser el único responsable de toda la simpatía española hacia el Eje.