Una noche en que Daniele no cenaba con ellos, Adele lanzó una pregunta preventiva: -¿No te enfadarás si te digo una cosa? -No, por Dios, dime. -Le he renovado el vestuario a Daniele. -¿Lo necesitaba? -Pues sí. ¿Sabes?, es que algunas veces pasa casualmente por el salón cuando estoy reunida con mis amigas, y si tengo que presentarlo, ¿qué pensarán de mí si dejo que mi sobrino vaya por ahí como un andrajoso? -Bueno, no me parece que Daniele vista precisamente como un andrajoso. -Pero no tiene ropa adecuada. -¿Se la has encargado a mi sastre? -No te preocupes. Lo he comprado todo de confección. Hoy día, en las tiendas se encuentran cosas bien hechas. Además, a Daniele, con el cuerpo de modelo que tiene, cualquier cosa le sienta bien. Prendas adecuadas como las que tenía ella. O sea, que quería que Daniele tuviera el traje para acompañarla a la iglesia, el traje para presentarse con ella en el salón, el traje para acompañarla al teatro… -¿No podías decírselo a su madre? -La habría puesto en un apuro, pobrecita. No es que estén boyantes precisamente. Pero ¿por qué se lo había contado? Podría haberle comprado una tienda de ropa a Daniele y él ni siquiera se habría dado cuenta, o habría pensado que lo abastecían desde Polizzi. Quince días después tuvo la explicación: había sido una especie de avance a la descubierta para poner a prueba su reacción. -¿Sabes?, Daniele ya no podía seguir con su maltrecho Cinquecento. Se ha comprado un coche nuevo, un japonés pequeñito, un… -¿Le has dado tú el dinero? -Sí -contestó ella, ruborizándose ligeramente. Era la primera vez que la veía sonrojarse de apuro. Él se preocupó. ¿Y si el chico se había hartado del asunto y ella, enamorada, quería retenerlo a su lado con regalos? Puede que por las mañanas le dejara un pequeño fajo de billetes en el bolsillo de la chaqueta. ¿O se trataría sólo de esa especie de inseguridad que a veces experimentan las cuarentonas? Aquella noche, en el momento de despedirse, Adele le murmuró al oído: -¿Puedo ir más tarde a tu habitación? Era su manera de demostrarle su gratitud por no haberse enfadado. Por la gracia otorgada. -Mejor en nuestra habitación -propuso él. -No; tengo miedo de que nos oiga Daniele. Él tuvo la tentación de echarle en cara la puerta de comunicación cerrada y la llave en la cerradura. Pero le duró un instante. No podía privarse de aquel inmenso e inesperado regalo.
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