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¿Qué retrato de sí mismo pintaría Fernando Pessoa si, en vez de poeta, hubiera sido pintor, y de retratos? Colocado de frente ante el espejo, o de medio perfil, oblicuando la mirada tres cuartos, como quien, de sí mismo escondido, se espía, ¿qué rostro elegiría y por cuánto tiempo? ¿El suyo, diferente según las edades, semejante a cada una de las fotografías que de él conocemos, o también el de las imágenes no fijadas, sucesivas entre el nacimiento y la muerte, todas las tardes, noches y mañanas, comenzando por la plaza de San Carlos y acabando en el hospital de San Luís? ¿El de un Álvaro de Campos, ingeniero naval formado en Glasgow? ¿El de Alberto Caeiro, sin profesión ni educación, muerto de tuberculosis en la flor de la edad? ¿El de Ricardo Reis, médico expatriado de quien se perdió el rastro, a pesar de algunas noticias recientes obviamente apócrifas? ¿El de Bernardo Soares, ayudante de contable en la Baixa lisboeta? ¿O de otro cualquiera, fuera Guedes o Mora, ésos tantas veces invocados, innumerables, ciertos, probables y posibles? ¿Se representaría con sombrero en la cabeza? ¿Con la pierna cruzada? ¿Con un cigarro entre los dedos? ¿Con gafas? ¿Con la gabardina puesta o sobre los hombros? ¿Usaría un disfraz, por ejemplo quitándose el bigote y descubriendo la piel subyacente, de súbito desnuda, de súbito fría? ¿Se rodearía de símbolos, de cifras de la cábala, de signos del Zodiaco, de gaviotas en el Tajo, de muelles de piedra, de cuervos traducidos del inglés, de caballos azules y jockeys amarillos, de premonitorios túmulos? ¿O, al contrario de estas elocuencias, se quedaría sentado delante del caballete, de la tela blanca, incapaz de levantar un brazo para atacarla o defenderse de ella, a la espera de otro pintor que viniera a intentar el imposible retrato? ¿De quién? ¿De cuál?De una persona que se llamó Fernando Pessoa comienza a tener justificación lo que de Camões ya se sabe. Diez mil figuraciones, dibujadas, pintadas, modeladas, esculpidas, acabaron haciendo invisible a Luís Vaz, lo que todavía permanece de él es lo que sobra: un párpado caído, una barba, una corona de laurel. Es fácil de ver que Fernando Pessoa también va camino de la invisibilidad, y, teniendo en cuenta la ocurrente multiplicación de imágenes, provocada por apetitos sobreexcitados de representación y facilitada por un dominio generalizado de las técnicas, el hombre de los heterónimos, ya voluntariamente confundido en las criaturas que produjo, entrará en el negro absoluto en mucho menos tiempo que el otro de una cara sola, aunque de voces no pocas. Acaso será ése, quién sabe, el perfecto destino de los poetas, perder la substancia de un contorno, de una mirada gastada, de un pliegue en la piel, y disolverse en el espacio, en el tiempo, sumidos entre las líneas de lo que consiguieron escribir, si del rostro sin facciones ni límites todavía alguna cosa llega a entrometerse, está garantizado el día en que incluso ese poco será definitivamente arrojado fuera. El poeta no será más que memoria fundida en las memorias, para que un adolescente pueda decirnos que tiene en sí todos los sueños del mundo, como si tener sueños y declararlo fuese primera invención suya. Hay razones para pensar que la lengua es, toda ella, obra de poesía.

Día 23

De la imposibilidad de este retrato (2)

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