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Capítulo 5

Þóra llegó a la guardería justo a tiempo. Se encontró en el aparcamiento con la madre de una niña de la clase de su hija. La mujer miró el coche del taller, con las marcas, y sonrió: era evidente que estaba segura de que Þóra andaba por ahí con algún Bibbi colgado del brazo. Þóra se moría de ganas de acercarse a la mujer a explicarle las cosas y convencerla de que su relación con Bibbi era puramente comercial. Pero lo dejó y en vez de eso cruzó por el camino más corto el jardín de la escuela. Sóley iba a la Mýrarhúsaskóli, que no estaba muy lejos de Skólavörðustígur, apenas diez minutos en coche. Al separarse de Hannes, unos dos años antes, Þóra había puesto mucho énfasis en conservar la casa de Seltjarnarnes, aunque le resultara tan difícil pagarla. Pero podía dar gracias de que la casa se hubiera tasado antes de que se produjeran los grandes incrementos en el precio de la vivienda. Si intentara hacerlo ahora, no tendría posibilidad de comprarla. Aquello le había atacado los nervios a Hannes, muerto de envidia al ver cómo la casa había aumentado su precio. Aunque ella no veía la casa como inversión sino como hogar, estaba contenta de habérsela quedado, pero, en realidad, lo que más le alegraba era que él estuviese de los nervios por ese motivo. No se habían divorciado precisamente por las buenas, aunque intentaron mantener la relación en el nivel de los buenos modales en beneficio de los niños. Si se les tuviera que comparar con dos países, ella sería India y él Pakistán: todo estaba siempre a punto de estallar, aunque raras veces llegaba a hacerlo.

Þóra entró y echó un vistazo a la sala. Evidentemente, la mayoría de los niños ya se habían marchado a sus casas. No le extrañó demasiado, y no pudo apartar de su cabeza la idea de que no se comportaba lo suficientemente bien con su hija. «Madre, mujer, doncella», le pasó por la cabeza antes de darse cuenta de que lo de mujer no le encajaba del todo bien. Apenas había estado con un hombre en los dos años que habían pasado desde el divorcio. De repente se desató en su mente un fuerte deseo de hacer el amor con un hombre. Se lo quitó de encima inmediatamente; aquél era el lugar menos apropiado que se podía imaginar para pensar en el sexo. ¿Pero cómo era capaz?

– ¡Sóley! -gritó la cuidadora, que había visto a Þóra-. Ha llegado tu mamá.

La niña, que estaba sentada de espaldas a su madre, dejó la manualidad que estaba haciendo con unas cuentas y movió la cabeza en dirección a Þóra. Sonrió cansada y se apartó un mechón de pelo de los ojos.

– Hola, mamá. Mira, estoy haciendo un corazón con cuentas. -Þóra sintió una punzada en el mismo corazón y se prometió a sí misma que al día siguiente recogería a la niña más temprano.

Después de una breve parada en la tienda de comestibles, madre e hija llegaron por fin a casa. Su hijo, Gylfi, estaba ya allí, no había duda. Lo indicaban las zapatillas de deporte tiradas en mitad del recibidor, así como la parka, que había colgado de la percha de al lado de la puerta con tanto descuido que ésta se había venido al suelo.

– ¡Gylfi! -gritó Þóra, mientras se agachaba para recoger los zapatos y colocarlos en el zapatero, y colgaba después el chaquetón-. ¿Cuántas veces tengo que decirte que cuelgues el abrigo al llegar a casa?

– ¡No oigo! -se oyó desde dentro de la casa.

Þóra elevó los ojos al cielo. Cómo podía esperar que oyese; el estruendo de algún juego de ordenador no dejaba oír nada más.

– ¡Baja eso! -le gritó-. ¡Te vas a destrozar los oídos!

– ¡Ven! ¡No oigo naa!

– Ay, señor -masculló Þóra colgando su abrigo. Su hija se quitó enseguida la ropa de abrigo y Þóra se asombró por centésima vez de lo distintos que eran los dos. La hija era de lo más limpia y cuidadosa, de pequeña casi ni babeaba, pero el hijo prefería vivir sobre una pila de ropa hasta la hora de meterse en la cama a toda velocidad. Una cosa tenían en común, sin embargo, y es que eran increíblemente cumplidores en lo tocante al colegio y los deberes, lo que resultaba perfectamente comprensible en una personalidad como la de Sóley, pero Þóra veía totalmente anómalo que Gylfi, con sus largos cabellos despeinados y sus ropas de rockero, se quedase desconsolado si se olvidaba en el colegio los deberes de ortografía o cualquier cosa por el estilo.

Þóra subió con cuidado a la habitación de su hijo. Gylfi estaba sentado, pegado a la pantalla de su ordenador, moviendo el ratón.

– Por el amor de Dios, Gylfi, baja eso -dijo Þóra a gritos, aunque estaba al lado de su hijo-. No oigo ni mis propios pensamientos con ese estruendo.

Sin quitar la mirada del ordenador ni dejar quieto el ratón mientras hacía algo que debía de ser interesantísimo, la mano izquierda de su hijo se extendió hasta el control de sonido y bajó el volumen.

– ¿Mejor? -preguntó, todavía sin apartar la mirada de la pantalla.

– Sí, mejor -respondió Þóra-. Ahora apaga y vente a cenar. He comprado pasta y estará lista en un momento.

– Primero voy a acabar este nivel -fue la respuesta-. Tardo dos minutos.

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