Читаем En el primer cí­rculo полностью

Esa tarde, mientras en lo de Makarygin bullía la alegría, uno de sus más antiguos amigos vino a verlo. También era judío. Llegó sin su esposa; estaba preocupado y lo que le dijo a Roitman era deprimente. No era nada nuevo. Había empezado la primavera anterior en el campo de la crítica teatral. Al principio pareció bastante inocente imprimir los verdaderos nombres de los críticos que entre paréntesis eran judíos. Luego se trasladó al mundo literario. En cierto periódico de menor importancia, que se ocupaba de todo lo que existe bajo el sol menos de sus asuntos, alguien deslizó la venenosa palabra "cosmopolita". Así se descubrió la palabra. La hermosa y orgullosa palabra que une a todos los mundos del universo, que había coronado los genios más nobles de todas las edades —Dante, Goethe, Byron— esa palabra había sido distorsionada y afeada en las páginas de ese despreciable pasquín, y empezó a significar judío.

Luego se arrastró aún más escondiéndose vergonzantemente en archivos de documentos guardados detrás de puertas cerradas.

Y ahora, el soplo escalofriante y admonitorio estaba llegando hasta la esfera técnica. Roitman que avanzaba sin cesar y brillantemente hacia la fama, había sentido el mes anterior que su propia posición estaba siendo socavada, ¿Podría su memoria estar jugándole una mala pasada? Durante la Revolución, y por mucho tiempo después, la palabra hebreo había tenido una connotación de mayor confianza que la palabra "ruso". Un ruso tenía que ser más investigado que un judío: ¿Quiénes eran sus padres? ¿Cuál había sido su fuente de ingresos antes de 1917? Esto no era necesario con un judío. Para cualquiera, los judíos estaban en favor de la Revolución que los había librado de los pogroms, y de las restricciones de residencia.

Y ahora, imperceptiblemente, Iosif Stalin, ocultándose detrás de una pantalla de figuras de segundo rango, estaba empuñando el látigo del perseguidor de los israelitas.

Cuando un grupo de personas es perseguido porque ha explotado a otros, o han sido miembros de una casta dominante, o profesado ciertos puntos de vista políticos, o tienen ciertas relaciones, siempre hay motivos razonables (o seudo-razonables) para iniciar una acción contra ellos. Por lo menos, sabría que uno mismo ha elegido su suerte, que podía haber elegido de otra manera.

Pero, ¿la nacionalidad?

(El yo íntimo de Roitman, su yo nocturno, objetaba: la gente no elige su origen social, tampoco. Sin embargo, era indudable que los perseguían por ello).

Pero en él caso de Roitman, lo que verdaderamente lastimaba, residía en el hecho de que en el fondo quería pertenecer, quería ser lo mismo que todos los demás. Pero ellos no lo querían, lo rechazaban, decían que era un extraño. Que no tenía raíces. Que era un judío.

Lentamente, con gran solemnidad, el reloj de pared en el comedor dio cuatro campanadas y se detuvo. Roitman esperó la quinta campanada; se alegró de oír sólo cuatro. Todavía tenía tiempo para volver a dormirse.

Se movió ligeramente. Su esposa murmuró algo en el sueño, dándose vuelta y apoyando la espalda contra su marido. Él cambió de posición, ajustándose al contorno del cuerpo de ella y le pasó un brazo por encima. Agradecida, quedó en silencio.

En el comedor su hijo dormía tranquilo, tranquilo como siempre. Nunca se despertaba durante la noche, nunca lloraba ni llamaba.

Este vivaracho chiquillo de tres años era el orgullo de sus jóvenes padres. Adam Veniaminovich describía todos sus hábitos y sus progresos con delicia, hasta a los zeks en el Laboratorio de Acústica. Con la insensibilidad habitual de las personas felices, no comprendía cuan doloroso era esto para hombres privados de la paternidad. Su hijo podía charlar con fluidez, pero su pronunciación todavía era incierta. Durante el día imitaba a su madre (se adivinaba que ella era del Volga por la forma en que pronunciaba una "o" con acento). Por la tarde hablaba como su padre —Adam no sólo hacía sonar las "r" en el fondo de su garganta, sino que también tenía otros desgraciados defectos de pronunciación.

En la vida sucede que si llega y cuando por fin llega la felicidad, no tiene límites. Amor y matrimonio, seguido del nacimiento de su hijo, coincidieron en la historia de Roitman con la terminación de la guerra y con su Premio Stalin. Y no era que le hubiera ido mal durante la guerra. En la tranquila Bashkir, con generosas raciones de alimentos, él y sus actuales colegas en el Instituto Mavrino, habían diseñado el primer sistema para la codificación telefónica. Ese sistema parecía completamente primitivo ahora, pero en aquellos días los convirtió en personajes laureados.

¡Qué febrilmente habían trabajado en eso! ¿Qué había sido de su entusiasmo, de su decidido espíritu de investigación, de la llama que se encendiera dentro de ellos?

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