Se llegó hasta la cama y se tendió calladamente debajo de la frazada. Tenía que dormir algo, antes de que dieran las seis.
A la mañana seguiría adelante con la fonoscopia. ¡Esa era la carta de triunfo que reservaba en la manga! En caso de éxito, la empresa podría convertirse en una empresa científica separada...
LUNES AL AMANECER
La diana en la
Pero el lunes, mucho antes de la diana, un guardia entró a la habitación en que vivían los trabajadores, y sacudió el hombro del portero. Spiridon resopló, se despertó y miró al guardia a la luz de la lamparilla azul.
—¡Vístete, Yegorov! El teniente te necesita,.-dijo en voz baja el guardia.
Pero Spiridon permaneció tendido con los ojos abiertos, sin moverse.
—¿No me oyes? Te he dicho que el teniente te necesita.
—¿Para qué? ¿Se ensució en los pantalones? — preguntó Spiridon, sin moverse aún.
—¡Levántate!, levántate! — persistió el guardia—. No sé para qué.
—¡Bah! — Spiridon suspiró profundamente, poniendo sus brazos cubiertos de vello rojo detrás de su cabeza y bostezando—. Llegará el día en que no tenga que levantarme. ¿Qué hora es?
—Casi las seis.
—¿Todavía no son las seis? Bien, puede marcharse. ¡Está bien!
Y continuó tendido donde estaba.
El guardia lo miró de reojo y salió.
A medias iluminado por la luz azul y a medias en la sombra proyectada por la litera de arriba, yacía Spiridon sobre su almohada y con las manos cruzadas detrás de la cabeza, sin moverse.
Lamentaba no haber terminado su sueño.
Había estado viajando en una carreta donde se apilaban ramas secas (y debajo de las ramas secas había algunos troncos ocultos al guardia forestal). Parecía dirigirse desde el bosque que conocía, hacia su casa en la aldea, pero por un camino desconocido. Pero aun cuando el camino le era desconocido, Spiridon veía claramente cada detalle con sus dos ojos... ¡que en el sueño eran ambos buenos! Las raíces protuberantes cruzando el camino, árboles partidos por antiguos rayos, bosques de pinos, y la arena profunda donde se hundían las ruedas. En su sueño, Spiridon percibía todos los olores del bosque a principios del otoño, y los aspiraba con ansiedad. Los aspiraba con ansiedad porque, en su sueño, recordaba con nitidez que él era un zek, y que su condena era de diez años más cinco, que había escapado de la
Pero el mayor placer de su sueño era que el caballo no era un caballo cualquiera, sino el favorito de cuantos había tenido, la yegua Grivna de tres años, el primes caballo que había comprado para su granja, después de la Guerra Civil. Era tordilla; el pelo gris tenía un reflejo rojizo, y llamaban "rosado" a su color. Con la ayuda de Grivna había conseguido afianzar sus pies en la granja, y la yegua estaba en las varas cuando él raptó a su novia para casarse con ella. Y ahora Spiridon andaba en la carreta, felizmente sorprendido de que Grivna todavía estuviera viva y joven, y de que todavía tirara colina arriba y a través de la arena sin necesidad de que le hicieran sentir el látigo. Toda la inteligencia de Grivna se reflejaba en sus grandes orejas grises y sensibles, cuyos movimientos le advertían a su propietario que comprendía lo que se le pedía y que lo lograría. Amenazar a Grivna con el látigo, aun desde lejos, hubiera sido insultarla. Cuando salía con Grivna, Spiridon jamás llevaba un látigo.
Estaba tan contento de que Grivna fuera joven y de que, aparentemente, todavía estaría allí cuando él cumpliera su condena, que —en sueños— quería bajarse y besarla en el morro. Pero en la pendiente que llevaba al arroyo, Spiridon de pronto advirtió que su carreta estaba mal cargada y que las ramas se estaban deslizando, y que podrían caer todas en el vado.
En ese momento un gran sacudón lo tiró de la carreta a la tierra era el golpe del guardia despertándolo.
Spiridon tendido allí recordó, no sólo a Grivna, sino a docenas de caballos que había conducido y con los que había trabajado, (cada uno grabado en su memoria como si fuera una persona). Recordó también miles de otros caballos que había visto y se entristeció al pensar que estos primeros servidores del hombre habían sido eliminados de la existencia sin ninguna razón, algunos muriendo de hambre, otros agotados hasta morir, otros vendidos a los Tártaros como carne. Spiridon podía entender las resoluciones razonables. Pero era imposible comprender por qué habían exterminado los caballos. En un principio habían sostenido que los tractores los reemplazarían. Pero lo que había sucedido era que el trabajo había caído sobre los hombros de las mujeres.
—¿Y eran sólo los caballos? ¿Acaso el mismo Spiridon no había destruido las huertas en las granjas individuales, de manera que a la gente no le quedara nada para perder, y se sometiera más fácilmente a integrar el rebaño?