Читаем En el primer cí­rculo полностью

—¿Cree usted que estas víboras dejarían dormir a una persona? — respondió Spiridon. Pero su cólera de la mañana temprano ya lo había abandonado. Durante la hora de trabajo silencioso, todos los negros pensamientos sobre sus carceleros se habían desvanecido, y se quedó con la viva determinación de un hombre acostumbrado al sufrimiento. Sin ponerlo en palabras en su mente, Spiridon había decidido en su corazón que su hija había caído en falta, en una u otra forma, las cosas ya serían bastantes difíciles para ella; la acogería con dulzura, sin maldecirla.

Pero hasta este importante pensamiento con respecto a su hija, que le había llegado desde los inmóviles tilos antes del amanecer, se veía ahora retrocediendo por los pequeños problemas del día: dos tablones que estaban enterrados en alguna parte bajo la nieve; la escoba, a la que había que a justar más el cabo.

También había limpiado el camino de la guardia para los automóviles y para los empleados libres. Spiridon puso la pala sobre su hombro, dio vuelta por el edificio de la sharashka, y desapareció.

Sologdin salió a cortar madera, ligero, delgado, con su chaqueta forrada que lo defendía bien del frío puesta descuidadamente sobre sus hombros. Después de la discusión sin objeto sostenida con Rubín el día anterior, y de todas las irritantes acusaciones, había dormido mal por primera vez en sus dos años en la sharashka. Ahora necesitaba aire, soledad y espacio para pensar las cosas. Había leña aserrada; todo lo que tenía que hacer era partirla.

Potapov estaba caminando con lentitud con Khorobrov cuya pierna lastimada le hacía renguear un poco. Vestía el abrigo del Ejército Rojo, que le habían entregado cuando lo mandaron en un tanque como tropa de asalto en la toma de Berlín. (Había sido un oficial, pero ellos no reconocían rangos de oficiales entre los prisioneros).

Khorobrov apenas pudo sacudir su somnolencia y lavarse, pero su mente siempre alerta ya estaba vigilante. Las palabras que brotaban de él parecían describir un arco sin rumbo en el aire oscuro, y volvían hasta él para desgarrarlo:

—¿Recuerdas que hace mucho tiempo leímos que la línea de montaje en la fábrica Ford convertía al trabajador en una máquina, que la línea de montaje es el aspecto más inhumano de la explotación capitalista? Pero han pasado quince años, y ahora nosotros aclamamos esa misma línea de montaje, rebautizándola "Línea de la Abundancia", como la mejor y más nueva forma de producción. Si se hiciera necesario bautizar a toda Rusia, Stalin la enlazaría con el ateísmo.

Potapov siempre estaba melancólico por las mañanas. Era el único momento en que podía pensar en su vida arruinada, en su hijo creciendo sin él, en su esposa desperdiciándose sin él. Avanzando el día, el trabajo lo absorbía y no había tiempo para pensar.

Potapov aquilataba el excesivo descontento que traslucían las palabras de Khorobrov y que podrían conducirlo a sus propios errores. En consecuencia, caminó en silencio, desmañadamente, tirando hacia adelante su pierna lastimada y trató de respirar con más profundidad y regularidad.

Completaban un círculo después de otro.

Otros se les reunieron. Caminaban solos o en parejas o de a tres. Por distintas razones reservaban las conversaciones para sí, y evitaban acercarse demasiado y no alcanzar a los otros innecesariamente.

Recién amanecía. Oscurecido por nubes de nieve, el cielo estaba retrasado en sus rayos matutinos. Los faroles todavía formaban círculos amarillos en la nieve.

El aire estaba fresco; la nieve recién caída no crujía bajo los pies, sino que se aplastaba suavemente.

Erguido y alto, con un sombrero de fieltro (nunca había estado en un campo de prisioneros) Kondrashev-Ivanov caminaba con su compañero de litera, el pequeño y delgado Gerasimonovich. Éste, que llevaba una gorra con visera, no llegaba al hombro de Kondrashev.

Gerasimonovich, abrumado por su visita, había permanecido en cama, como, un inválido, durante todo el domingo, El grito de su mujer al despedirse, lo había conmovido. Esta mañana había reunido toda su energía para salir a caminar. Arropado y temblando, inmediatamente había querido volver a entrar en la prisión. Pero tropezó con Kondrashev-Ivanov y después de haber dado una vuelta en círculo por el patio, se olvidó de sus problemas por el resto de la hora.

—¿Qué? ¿No conoce a Pavel Dmitrievich Korin? — preguntó sorprendido Kondrashev-Ivanov, como si hasta el último de los escolares hubiera oído hablar de él—. ¡Oh! Según dicen... aun cuando yo nunca la vi... tiene una sorprendente pintura llamada "La Rusia que desaparece". Algunos dicen que tiene seis metros de largo... otros, doce. Y esa pintura...

Se estaba poniendo gris.

El guardia caminó por el patio, gritando que la hora de ejercicio había terminado.

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