Читаем En el primer cí­rculo полностью

La sensación de estar apresado en una morsa de carpintero —no en una morsa figurada, poética, sino en una enorme morsa de cerrajero con dientes estriados, con mandíbulas para estrujar el cuello de un hombre, la sensación de tener esa morsa oprimiéndolo, le quitaba, el aliento a Nerzhin.

Era imposible encontrarle una salida. Todos los caminos eran fatales.

Cortés y miope, Roitman espiaba a través de sus anteojos anastigmáticos, con ojos suaves; y hablaba de planes, de planes, planes, planes... con una voz que no era la voz de un jefe, sino que tenía un dejo de fatiga y súplica.

De todas maneras, estaba sembrando su semilla en terreno pétreo.

EL BARRIL EN EL PATIO

El lunes a la mañana también tenía lugar una reunión en la Oficina de Diseño. Los empleados libres y los zeks se sentaban juntos en diversas mesas.

Aun cuando la habitación estaba en el piso superior y las ventanas miraban al sur, la mañana gris proporcionaba poca luz, y aquí y allá se encendían lámparas eléctricas sobre los tableros de dibujo.

El jefe de la oficina, un teniente coronel, no se puso de pie para dirigirse a ellos, sino que habló sin mucha insistencia del cumplimiento del plan, de "los nuevos planes", y de las "obligaciones socialistas" en respuesta a los desafíos. Decía que aun cuando personalmente casi no podía creerlo, para fines del año próximo entregaría una solución técnica del proyecto de codificación integral. Fraseaba sus declaraciones como para dejar a sus dibujantes una puerta de escape.

Sologdin, sentado en la última fila, miraba por encima de la cabeza de los otros a la pared. La piel de su rostro suave y fresco; era imposible suponer que estaba tramando algo o que estuviese preocupado. Más bien podría imaginarse que estaba aprovechando la reunión para descansar.

Pero no era así. Pensaba intensamente. Disponía de algunas horas, o tal vez de algunos minutos, no sabía de cuántos y debía resolver el problema de toda su vida sin cometer un error. Toda la mañana, mientras partía madera, no había tenido conciencia de un solo tronco ni de un solo golpe. Había estado pensando. Y como en esas ruedas multifacetadas con espejos de algunos aparatos ópticos, cuyas facetas toman y reflejan mil rayos de luz, así durante todo ese tiempo, en rayos que no eran paralelos y que no se interceptaban, destellos de ideas giraban y chispeaban dentro de él.

Había escuchado el anuncio matinal con una sonrisa irónica. Había previsto esa medida desde hacía mucho tiempo, Fue el primero en prepararse para ello: había interrumpido voluntariamente su correspondencia. El anuncio sólo confirmó su juicio de que el régimen de la prisión se volvería más y más áspero, que el camino de regreso a la libertad llamado "el final del plazo" sería cerrado.

Su mayor amargura y pena surgía del absurdo giro que había tomado la discusión de la noche anterior, y el hecho de que Rubin parecía haber asumido el derecho de juzgar sus acciones. Levka pedía eliminar a Rubin de su lista de amigos y tratar de olvidarlo, pero no podía olvidar el desafío que había lanzado. Permanecía. Lo punzaba.

La reunión terminó y todos se dirigieron a sus hogares.

El escritorio de Larisa estaba vacío. Tenía el día libre a cambio del domingo que había trabajado.

Así era mejor. Después de todo, una mujer conquistada ayer podría estorbar hoy.

Poniéndose de pie, Sologdin desabrochó una hoja de papel vieja y sucia de su plancheta de trabajo, y debajo de ella apareció la entrada del código.

Apoyándose en el respaldo de la silla, permaneció durante largo tiempo frente al dibujo.

Cuanto más estudiaba y absorbía su creación, tanto más se tranquilizaba. Los espejos dentro de él, giraban con más y más lentitud. Los ejes de luz parecían caer paralelos con cada uno de los otros.

Una vez a la semana, dos de las mujeres dibujantes, tal como lo requerían las disposiciones, circulaban entre los diseñadores para recoger las hojas viejas e inútiles que debían ser destruidas. No podían rasgarse y tirarse al canasto de los papeles; había que contarlas, registrar su total, y luego quemarlas en el patio.

Sologdin tomó un lápiz grueso y blando, y como al descuido trazó diversas líneas a través de su dibujo; luego lo manchó y borroneó.

Desprendiéndolo, lo sacó de la plancheta, puso una hoja sucia sobre ella, puso otra hoja debajo, las enrolló juntas y se las dio a una de las mujeres.

—Tres hojas, por favor.

Luego se sentó, abrió un libro de referencias y levantó los ojos para ver qué le sucedía a su dibujo.

Las dos mujeres contaban las que habían recogido y anotaron el total de hojas.

Nadie se acercó a la mujer que había tomado la suya.

Esto era un descuido de parte de Shishkin-Myshkin: eran demasiado confiados. ¿Por qué no habían creado en la Oficina de Diseños una Oficina de Seguridad de la Oficina de Diseños que inspeccionara todos los dibujos que debían ser destruidos por la Oficina de Diseños?

No había nadie a quién comunicar su idea y Sologdin se rió para sí.

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