Brilló un fuerte rayo de luz en la penumbra donde se ocultaba la parte delantera del robot. Se vio cómo dirigía hacia abajo la luz del proyector. En las pantallas de televisión apareció la línea de la excavación, recta, como si hubiera sido trazada con una regla. Por apreciación de las personas ésta se encontraba a unos veinte metros del robot, según este último, a diecinueve.
— ¡Aproximarse! — mandó Szabo.
El robot desapareció por completo. Sólo la luz de su proyector indicaba el lugar donde se encontraba.
La línea de la excavación se aproximó. No cabía la menor duda de que era artificial.
— ¡Foco de luz más amplio! — volvió a mandar Szabo.
Se escuchó perfectamente cómo chasquearon dentro de la esfera los contactos de los interruptores. El haz de luz se amplió y aumentó su brillantez.
Ahora se veía perfectamente toda la cavidad excavada en el terreno rocoso. Tenía una forma cuadrada exacta, una profundidad de dos metros con el fondo llano y liso.
¡He aquí, por fin, la base misteriosa del mundo extraño que las personas buscaron en balde durante tres años!
A todos les pareció en el primer momento que la base estaba vacía. Ni satélitesexploradores, ni ningunos aparatos. Pero más tarde se notó una sombra al parecer proyectada por el espacio vacío. Los aparatos invisibles de la base no eran transparentes, sino, como se suponía, absorbían completamente la luz sin reflejarla.
Había muchas sombras que se encontraban una al lado de otra. Nada se podía determinar claramente.
El robot estaba delante del mismo borde de la cavidad, muy cerca de los satélites que indudablemente se encontraban aquí. Pero no ocurrió nada, el robot quedaba intacto. No tuvo lugar la explosión de aniquilación que esperaban todos.
¿Era posible que la instalación de defensa estuviera desconectada? ¿Era posible que sólo funcionara durante el vuelo?
— Vamos nosotros o enviemos personas-exploradores — propuso Stone.
— ¡Es pronto! — contestó cortante Szabo —. ¡Atención! Lanzar los robots números ocho, nueve, once y doce.
Cuatro máquinas salieron al terreno lunar. A diferencia de la primera, eran oblongas, en forma de puro. En la parte delantera de cada una se destacaba un saliente cónico.
— ¡Adelante! ¡De frente!
Como buenos soldados de los tiempos pasados, los robots se formaron en una línea y rápidamente desaparecieron en la sombra del pliegue. La luz del proyector de la primera máquina no los iluminaba y por eso no se veían en las pantallas.
— ¿Comprenden todo lo que les dicen? — preguntó Guianeya.
— No — contestó García —. Tienen una determinada reserva de palabras que comprenden y pueden pronunciar.
— ¿Ustedes tienen estas máquinas? — preguntó Murátov.
Guianeya arrugó el ceño lo mismo que si la pregunta no le fuera agradable, pero contestó:
— Yo no las he visto. Pero tenemos máquinas pensantes.
La voz metálica del robot número uno informó que habían llegado las cuatro máquinas auxiliares y estaban dispuestas a comenzar el trabajo.
— ¡Polvo! — mandó Szabo —. ¡Segundo programa!
Murátov miraba con particular interés a la pantalla. Ahora se llevaba a cabo su idea.
Se veía perfectamente cómo en la cavidad iluminada por el proyector penetró con enorme fuerza un chorro de pintura negra en forma de abanico. Después el segundo, de color rojo, el tercero, amarillo, y el último, verde. Un velo de humo multicolor tapó toda la cavidad.
Y cuando terminaron de trabajar los pulverizadores y se dispersó el velo de humo, ante los ojos de las personas se presentó un cuadro admirable.
4
Hacía tiempo que las personas de la Tierra habían conocido a sus vecinos estelares, los planetas del sistema solar. Los ojos de los hombres de la Tierra estaban acostumbrados a observar los cuadros de naturaleza extraña, a estudiar la vegetación y el reino animal de otros mundos.
No estaba lejano el tiempo cuando potentes astronaves de la Tierra, justificando su nombre, se lanzarían no hacia los planetas, sino hacia las estrellas, para en otros sistemas solares y planetarios encontrar una vida racional.
A nadie se le había ocurrido dudar de su existencia en el universo. Y nadie había aceptado la aparición de Guianeya como una prueba, ya que no lo exigía una verdad incontrovertible.
Pero si se excluye el vestido de Guianeya con el que se presentó a las personas en Hermes, nadie había visto hasta ahora nada que hubiera sido hecho por las manos de seres racionales de otro mundo.
Y ante un grupo pequeño de personas, entre las cuales, como a propósito, se encontraba la representante de un intelecto extraño, que con su misma presencia confirmaba la realidad de lo visto, aparecía todo un complejo de objetos no hechos en la Tierra, y no objetos separados, aislados, sino precisamente un complejo de objetos ligados por un objetivo, por una idea única, por un pensamiento científico y técnico común para todos ellos.
Pensamiento extraño, del mundo ajeno a la Tierra.