Las dos muchachas no sabían que la persona de la que hacía un rato habían hablado se encontraba en el expreso que acababa de pasar velozmente cerca de ellas.
Víktor Murátov estaba sentado en un blando sillón, junto a la pared del vagón, y examinaba atentamente las páginas de un manuscrito.
Por los periódicos había sabido, como lo sabían todos, que Guianeya se dirigía a Poltava y con ella, como es natural, iba su hermana menor. Pero de ninguna forma le podía venir a la mente la idea de que hacía un minuto había estado muy cerca de ellas.
Incluso si hubiera mirado por la ventanilla, debido a la velocidad que llevaban, no hubiera podido notar al grupo de personas que estaba en la pequeña colina.
Era un hombre de treinta y cinco años, muy alto, de rostro fuertemente tostado por el sol, y de complexión atlética. Tenía lo mismo que su hermana espesos cabellos negros y ojos oscuros, caídos oblicuamente. Esto le hacía un poco parecido a Guianeya.
Pero él mismo no había notado este parecido, que sin duda alguna saltaba a la vista.
Es cierto, que una vez, en un día muy memorable, le dijeron esto, pero Murátov pronto lo olvidó.
Y no lo recordaba incluso ahora cuando delante de sus ojos estaba la fotografía de Guianeya, pegada a una de las páginas del manuscrito.
Ni tan siquiera la miró, pues no tenía ninguna necesidad, ya que él, entre otras pocas personas, fue el primero que vio a la forastera de otro mundo, y sus rasgos se quedaron grabados para siempre en su memoria. Fueron demasiado extraordinarias las circunstancias y el lugar donde tuvo lugar esta primera entrevista.
Leyendo rápidamente la última página, mejor dicho, dándole sólo un vistazo, Murátov colocó las hojas igualándolas cuidadosamente, y, doblando el manuscrito por la mitad, lo metió en el bolsillo.
— ¡No, esto no es así! — dijo encongiendose de hombros.
— ¿Qué no es así? — preguntó un hombre de edad más bien ya un anciano, de blancos cabellos que estaba sentado a su lado en un sillón igual.
— No es justo lo que escribe el autor. — Muratóv se tocó el bolsillo donde estaba el manu; crito —. Es una teoría más sobre la aparición cK Guianeya. Me han pedido que la lea y les dé mi opinión.
— ¿Y es negativa?
— Sí, según usted ve.
— Perdóneme ¿quién es usted?
Murátov dio su apellido.
— Lo he oído en más de una ocasión — dijo el anciano —. A propósito, este mismo sharex, en el que vamos, ¿es invención suya?
Murátov se sonrió. Era raro encontrar una persona que no supiera quién había sido el constructor del sharex.
— No — contestó —, en la invención del sharex, según usted se expresa, yo no he tenido nada que ver. De lo único que soy culpable es de un pequeño cambio en la forma de la vía, pero nada más.
— Sí, sí — dijo el anciano —. Tiene usted razón, ahora recuerdo. Le pido perdón. Pero ya que nos hemos encontrado, si usted no tiene inconveniente me atrevo a hacerle otra pregunta.
«¿Quién será? — pensó Murátov —. Incluso la manera que tiene de hablar es algo rara».
— Con mucho gusto — dijo en voz alta.
— Voy en el expreso — comenzó el anciano —. Todo el recorrido dura dos horas. En mi tiempo para esto se necesitaba todo un día en un tren rápido. Voy, y no sé a qué se debe que el sharex se deslice a esta velocidad de locura…
— ¿Por qué de locura?
— No sé — dijo enfadado el anciano —. Para usted es posible que le parezca lo más natural, pero para mí… para mí no es así. Por eso sea usted amable y explíquemelo, haga el favor.
Murátov miró atentamente a su interlocutor. Era una persona anciana, muy anciana.
Ahora cuando la ciencia había alargado en mucho la juventud del organismo humano, un rostro tan arrugado se encontraba con poca frecuencia, y el hecho mismo de que no supiera cosas que eran bien conocidas para los niños, indicaba que era una persona de la más venerable edad.
— Perdóneme — dijo, imitando la anticuada manera de hablar de su acompañante — ¿tendría la bondad de decirme cuántos años tiene?
El anciano rompió a reír alegremente.
— No tengo la menor duda — dijo el anciano — de que usted se pregunta: ¿de dónde habrá salido este ignorante? No contradiga, no me he ofendido. Es completamente natural que usted haya pensado esto. Claro está que desde el punto de vista moderno yo sé poco, pero en algún tiempo era considerado como una persona culta. Enseñé a otros. ¿Es difícil creerlo, verdad? — y de nuevo se rió con un ligero tono de pesadumbre, según le pareció a Murátov.
Una suposición acudió a la mente de Murátov. ¿Era posible que fuera el mismo Bolótnikov? Era parecido. En aquellos tiempos todavía nombraban a las personas, no sólo por su nombre, sino también por su patronímico…
— Usted se equivoca, Nicolái Adámovich — dijo él —, nadie le considera un ignorante.
Al anciano no le causaron asombro las palabras de Murátov.
— Usted ha acertado — se sonrió —. Sí, yo soy Bolótnikov, Nikolái Adámovich, doctor en ciencias biológicas en la segunda mitad del siglo pasado. Tengo noventa y siete años. Y si añadimos el tiempo que yo pasé dormido, entonces son ciento veintidós.