Raimundo Silva cerró el formidable libro con un movimiento de solemnidad burlesca y repitió, Amén, Está en el discurso del autor ese Amén, o es un añadido suyo, preguntó María Sara, Una tumefacción oratoria así no pedía menos, Qué mundo éste, en que tales cosas se creían y escribían, Yo diría más bien, este en que tales cosas no se escriben, pero todavía se creen, Definitivamente, estamos locos, Nosotros dos, Me refería a las personas en general, Yo soy de esos que siempre han tenido al ser humano por un enfermo mental, Como lugar común, no está mal, Tal vez le suene menos a lugar común mi hipótesis de que la locura es el resultado del choque producido en el hombre por su propia inteligencia, aún no nos hemos repuesto de la conmoción tres millones de años después, Y, según esa idea, iremos cada vez peor, No soy adivino, pero mucho me temo que sí. Fue a colocar el libro en la mesa en el exacto momento en que se levantaba María Sara, se quedaron los dos frente a frente, ninguno puede huir, y no lo quiere. Él le puso las manos en los hombros, era la primera vez que la tocaba así, ella alzó la cabeza, le brillaban mucho los ojos, tocados por la luz baja de la lámpara, y murmuró, No diga nada, ni una palabra, no me diga que le gusto, que me quiere, déme sólo un beso. Él la atrajo un poco hacia sí, pero no tanto que se tocasen sus cuerpos, y se inclinó lentamente hasta tocar con los labios los labios de ella, primero nada más que tocarlos, un roce levísimo, Y luego, tras una vacilación, las bocas se abrieron ligeramente, de pronto el beso total, intenso, ansioso. María Sara, María Sara, murmuró él, no se atrevió a decir otras palabras, ella no respondía, quizá no supiera decir aún Raimundo, muy equivocado está quien cree que es fácil pronunciar un nombre, en el amor, por primera vez. María Sara se retraía, él quiso seguirla, pero ella movió la cabeza, se alejó, sin brusquedad salió de los brazos de él, Tengo que irme, dijo, déme mi chaqueta, está en el despacho, y el bolso, por favor. Cuando Raimundo Silva volvió, ella tenía en la mano la hoja de papel y sonreía, El mundo está lleno de estos locos, dijo, y Raimundo Silva respondió, Mogueime, lo veo allí abajo, delante de la Porta de Ferro, a la espera de la orden de atacar, Ouroana, cuando caiga la noche, será llamada a la tienda del caballero Enrique para que éste goce en ella, en cuanto a nosotros, somos los moros que creen poder vigilar desde lo alto de una torre el avance del destino. María Sara recibió la chaqueta, que no se puso, el bolso, y se encaminó hacia la puerta del cuarto. Él la acompañó, hizo un ademán para retenerla, No, en un momento ella había abierto la puerta de la escalera, y desde allí anunció, Vuelvo mañana, no necesitas ir a la editorial a llevarme las fotocopias, y no me telefonees, por favor.
Raimundo Silva cenó poco, estuvo escribiendo hasta tarde, cuando llegó la hora de irse a la cama comprendió que no iba a ser