Читаем Historia del cerco de Lisboa полностью

Por ahora no se ven señales de mula, dijo María Sara, En aquel tiempo los caminos del mundo no eran cómodos, y los de la escritura lo eran aún menos, observó Raimundo Silva, y continuó, Fiáronse y se confiaron para este efecto de un insigne Dogmatizante Tolosano, entre ellos el más célebre y de mayor nombre, llamado Guialdo, hombre audaz, presuntuoso y muy versado en Sagradas Escrituras, inteligentísimo en la lengua Hebrea, en el ingenio acre, fogoso en el genio, y en todo aparejado siempre para las mayores disputas. No rechazó el Santo el cartel de desafío por satisfacer el duelo de la Fe, poniendo toda su confianza en Dios como único Agente de su causa. Se fijó día y sitio para la contienda. Fue innumerable el concurso, igualmente de Católicos que de Sectarios. Empezó el Hereje primero que Antonio, que siempre en el teatro del Mundo hizo primer papal la Malicia, orando con vanidosa ostentación de sus mal empleados estudios e introduciendo aliñadas parladurías con una abundante verbosidad de algunos cavilosos Silogismos. Dejó pasar la modestia del Santo aquella tormenta de palabras, llenas de artificio, vacías de verdad, y entró luego a rechazar sus depravados yerros, con tanta copia de lugares de la Sagrada Escritura, exornados con tan vivas razones, con tan legítimos sentidos, y con discursos tan apropiados, que ya la obstinación del Hereje se daba por vencida cuanto a los fatigados discursos del entendimiento, si aún no se mantuviera firme cuanto a los diabólicos caprichos de la voluntad. No individuo los agudos dilemas con que Antonio ennobleció este combate, porque superiores a la narración se entreguen al silencio de la historia como misterios de la fama, baste decir que procedió tan doctamente ilustre que, excediéndose a sí mismo, hizo más glorioso el suceso con la victoria de un imposible. Atención ahora, María Sara, ya se oye el batir de los cascos de la mula. Entre corrido y confuso se hallaba el perverso Dogmatizante por verse derrotado en la presencia de los mismos que con tanto orgullo esperaban ver triunfantes sus engaños. Y viendo totalmente deshechas las artificiosas redes de sus fraudulentas sofisterías, empezó a tentar la modestia y la humildad del Santo con este malintencionado discurso, En fin, Padre Antonio, dejémonos de las voces, conceptos y disputas, sólo nos queda ir a las obras, y ya que como preciado de Católico e hijo de la Iglesia Romana confías en los milagros, que en confirmación de los Artículos de la Fe fueron en los primitivos tiempos los motivos más poderosos de la prudente credulidad, yo me daré por últimamente derrotado si a favor de este artículo de la presencia Real del cuerpo de Cristo en el Sacramento obra Dios algún milagro. Antonio, que para coger en los conflictos la palma, tenía siempre a Dios de su mano, esperando en Él, respondió, Contento estoy, y confío en la misericordia de mi Señor Jesús Cristo, que por adquirir tu alma y las de tantos como siguen con abominable ceguera los impíos Dogmas de tus errores, ha de hacer ostentación de su poder infinito, a favor y en crédito de esta verdad Católica. A esta varonil y Santa resolución tornó el hereje, Pues yo soy el que he de elegir el milagro. Yo sustento en mi casa una Mula. Si ésta, después de tres días en que no haya comido ni bebido, a la vista de la Hostia Consagrada no le apetece ni mirar para el sustento por más que se lo ofrezcan, creeré firmemente ser verdad infalible que está Cristo en el Sacramento. Movido del Divino instinto, aceptó prontamente el Santo con un contento presagio del triunfo, que en su gran corazón sólo se admitía el desasosiego introducido por el alborozo. Y en confianza de que era tanto de Dios aquella causa, se prometió seguramente la victoria, previniéndose para el combate con las armas de la Humildad y con los aproches de la Oración.

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