Generalmente, se considera demostración de insuperable bravura que sea el mismo condenado a muerte quien dé la orden de fuego al pelotón que lo va a fusilar, y hasta los más pacíficos o cobardes de nosotros, si puede ser y ayudan las circunstancias, habremos soñado alguna vez con ese fin glorioso, sobre todo si queda alguien para narrar el hecho, que glorias puertas adentro son menos estimadas. De hecho, es preciso haber venido al mundo con nervios de la más firme aleación, o, si son vibrátiles y estalladizos, estar poseído por una pasión por encima de lo común, patriótica o similar, para con nuestra ronca y luego para siempre callada voz gritar, Fuego, descargando así de culpa las conciencias de los matadores y alzando la nuestra propia, en el último destello, a las alturas sublimes del sacrificio y de la abnegación total. Es probable que el escenario habitual de estos actos, en particular en sus versiones cinematográficas, contribuya a una exaltación capaz de convertir a cualquier banal persona en un héroe, sólo por casualidad ausente del lugar dramático, precisamente por haber venido hoy al cine, a ver, bien en falso, bien en verdadero, cómo simuló morir el célebre actor, o cómo, documentalmente, muere un ajusticiado sin nombre. No hay ninguna insinuación maliciosa en esta duda, apenas lo que suponemos que es cierto, que ningún condenado a la silla eléctrica, o a la horca, o a la guillotina, o al garrote, o a la hoguera, habrá dado voz de acción para que enchufen la corriente, o abran la trampilla, o suelten la hoja afilada, o den vueltas al tornillo, o enciendan el fósforo, tal vez por no tener esas muertes dignidad, incluyendo las de más larga tradición en el arte, tal vez por faltar en ellas el factor militar, la institución de las armas, donde tantas veces suele hacer nido el heroísmo, que incluso cuando el condenado no pasaba de vulgar paisano, las balas que recibió en el pecho fueron rescate de la mediocridad y viático, o salvoconducto, gracias al cual le acabará siendo permitido, cuando llegue la hora, entrar en el paraíso de los héroes, sin querella de sentidos ni de causas, que allí se pierde la idea de tales diferencias terrenales.