Llegó noticia de que se había dispuesto otro camposanto en una planicie frontera al castillejo, bajo la ladera que está a mano izquierda del campamento real, por razón del trabajo que daba transportar a los muertos por barrancos y charcos hasta el monte de San Francisco, adonde llegaban molidos y, con este tiempo de gran calor, oliendo peor que los vivos. Como aquél, también el cementerio de San Vicente es doble, portugueses a un lado, extranjeros a otro, lo que, pareciendo desperdicio de espacio, responde en definitiva al deseo de ocupación inherente a la condición humana, que tanto sirve a los vivos como a los muertos. Aquí vendrá a parar, llegada su hora, el caballero Enrique, al que pronto le llegará esa otra hora suya, la de probar la excelencia táctica de las torres de asalto, confirmado como ya fue el malogro de los ataques directos contra puertas y murallas, ítem primero del plan estratégico. Lo que él no sabe, ni nadie se lo puede decir, es que el momento en que tendrá puestos en sí los esperanzados ojos del ejército, salvo los de los envidiosos, que ya en este tiempo los había, ese mismo momento, en el umbral de la gloria, será el de su infausta muerte, infausta militarmente hablando, digámoslo, porque a la otra gloria, más alta, estaba finalmente destinado quien de tan lejos viniera. Sin embargo, no anticipemos. Se trata ahora de enterrar a los treinta muertos nacionales que costó la tentativa contra la Porta de Ferro, y a ésos los llevarán las barcas al otro lado del estuario, y por la cuesta arriba cargándolos en angarillas improvisadas con palos toscamente aparejados. A la orilla de la fosa serán desnudados de las ropas que puedan aprovechar los vivos, si no están molestamente encortezadas en sangre, y aun así alguno menos escrupuloso y delicado las lavará, de donde viene a resultar que, en la generalidad de los casos, los muertos bajan a la sepultura tan desnudos como la tierra que los recibe.
Alineados, con los pies descalzos tocando la primera franja del lodo que las mareas altas y las olas mantienen fresco y blando, los muertos, bajo las miradas y burlas de los moros vencedores, allá en lo alto de los adarves, esperan la hora de embarcar. La tardanza está en ser, para el transporte, más los voluntarios que los necesarios, lo que podría sorprendernos tratándose de tarea tan penosa y lúgubre, contando incluso con el atractivo de la compensación vestimentaria, pero es el caso que todo el mundo quiere ir de barquero y camillero, porque al lado del cementerio se acababa de instalar, en estos días, el barrio del puterío, hasta ahora dispersas las mujeres por esos barrancos y revesas más escondidos a la espera de ver en qué paraba la guerra, si sería llegar, ver y vencer, ahí cualquier arreglo precario serviría, o si se iba a dar un cerco prolongado, como todo indica que vendrá a ser, apeteciendo entonces mayores comodidades, y en esta circunstancia se escoge un espacio sombreado, por estar caliente el tiempo y tirar del cuerpo el ejercicio, se arman unos cuantos chamizos de palos y ramajes sirviendo de toldo, para cama no se requiere más que una brazada de heno o unos rústicos hierbajos que con el tiempo se volverán terrizo confundido con el polvo de los muertos. No serían precisos extremos de erudición para notar, ahora, cómo ya en aquellos medievos tiempos, pese a la resistencia de la Iglesia a los símiles clásicos, andaban en confusión Eros y Tánatos, en este caso con Hermes como intermediario, pues no pocas veces con las mismas ropas de los muertos se pagaban los buenos servicios de mujeres que por estar en la infancia de su arte y en un país que se iniciaba, aún acompañaban con alegría y verdad los transportes del cliente. Ante esto, ya no sorprenderá el debate, Voy yo, voy yo, que no es señal de compasión por los compañeros perdidos ni pretexto para escapar por unas horas a las contingencias del frente de batalla, sí es apetito insoportable de la carne, dependiente, quién lo iba a decir, de los caprichos de favoritismo u obstinación de cualquier sargento-ayudante.