Faltaban cinco minutos para las cuatro cuando entró en la editorial. Encontró todo lo que antes había buscado, los murmullos, las miradas, las risitas, y también, en uno o dos rostros, una expresión perpleja, de quien no se satisface con una evidencia, teniendo que creer en ella. Lo hicieron pasar a la sala de espera de la dirección y allí lo dejaron más de un cuarto de hora, lo que sirve para demostrar la vanidad de temores que poco tienen de puntuales. Miró el reloj, era patente que el león se había retrasado, hoy en día resulta muy difícil conducir por la selva incluso habiendo calzadas romanas, pero, en este caso, lo más probable es que alguien haya pensado que es buena idea recurrir a tácticas psicológicas comprobadas, hacerlo esperar para desgastar sus nervios, ponerlo al borde de la crisis, sin defensa al primer ataque. Raimundo Silva considera que, aun así, teniendo en cuenta las circunstancias, está bastante tranquilo, como quien toda su vida no ha hecho más que poner mentiras en lugar de verdades sin importarle demasiado la diferencia y ha aprendido a elegir entre los argumentos en pro y en contra acumulados a lo largo de las edades por cuantas dialécticas y casuísticas florecieron en la cabeza del homo sapiens. En la puerta, bruscamente abierta, apareció, no la secretaria del director, el general, sino la del otro, el literario, Haga el favor acompañarme, dijo ella, y Raimundo Silva, pese a haberse dado cuenta de lo defectuoso de la sintaxis, comprobó que la imaginada calma no pasaba de apariencia, y tenue, porque le temblaban las rodillas al levantarse del sofá, la adrenalina le agitaba la sangre, y empezaron a sudarle súbitamente las manos y las axilas, y hasta un difuso cólico dio señal de querer extenderse a todo el aparato digestivo, Parezco un ternero camino del matarife, pensó, y felizmente fue capaz de despreciarse a sí mismo.