Raimundo Silva se sienta en un banco de piedra, a la fría sombra de la tarde, consulta por última vez los papeles y comprueba que nada más hay por ver, al castillo lo conoce lo bastante como para no tener que volver hoy, aunque sea día de inventario. El cielo empieza a ponerse blanco, tal vez un aviso de la niebla prometida por la meteorología, la temperatura baja rápidamente. El corrector sale del patio a la Rua do Chão da Feira, enfrente está la Porta de S. Jorge, incluso desde aquí se puede ver que hay personas fotografiando al santo, todavía. A menos de cincuenta metros, aunque invisible desde aquí, está su casa, y, al pensarlo, se da cuenta, por primera vez con evidencia luminosa, de que vive en el lugar exacto donde antiguamente se abría la Porta da Alfofa, si de la parte de dentro o de la de fuera es cosa que hoy no se puede averiguar e impide que sepamos, desde ya, si Raimundo Silva es sitiado o sitiador, vencedor futuro o perdedor sin remedio.
No había, bajo la puerta, ningún furioso recado de Costa. Se hizo de noche y no sonó el teléfono. Raimundo Silva ocupó tranquilamente la velada buscando en las estanterías libros que le hablaran de la Lissibona mora. Ya tarde, fue hasta el mirador, a ver cómo estaba el tiempo. Niebla, pero no tan densa como la de ayer. Oyó ladrar a dos perros, y eso, inexplicablemente, lo serenó aún más. Con diferencia de siglos, los perros ladraban, el mundo era el mismo. Se acostó. De tan cansado de los ejercicios del día, durmió pesadamente, pero algunas veces despertó, siempre cuando soñaba y volvía a soñar con una muralla sin nada dentro y que era como un saco de boca estrecha ensanchando la panza hasta la margen del río, y alrededor colinas arboladas, bosques y valles, arroyos, algunas casas dispersas, huertos, olivares, un amplio estuario avanzando tierra adentro. Al fondo, se distinguían claramente las torres de Amoreiras.
Trece largos y arrastrados días fue cuanto tardó la editorial, o alguien por ella, en descubrir la fechoría, y esa eternidad la vivió Raimundo Silva como si tuviese en el cuerpo un veneno de acción lenta, aunque, en definitiva, tan conclusiva como la del tóxico más fulminante, símil perfecto de la muerte que cada uno de nosotros va preparando en vida y de la que la misma vida es capullo protector, útero propicio y caldo de cultivo. Cuatro veces fue a la editorial sin motivo real que lo llamase, porque su trabajo, como sabemos, es individual y doméstico, exento de la mayoría de las servidumbres que amarran a los empleados comunes, adscritos a tareas de administración, dirección literaria, producción, distribución y almacén, un mundo vigilado para quien el oficio de corrector pertenece al reino de la libertad. Le preguntaban qué quería, y él respondía, Nada, pasaba por aquí cerca, se me ocurrió entrar. Permanecía unos minutos, atento a las conversaciones, a las miradas, intentando atrapar el hilo de una sospecha, una sonrisa disimulada y provocadora, una frase cuyo oculto sentido se pudiera percibir. Evitaba a Costa, no por temer que de él le viniese cualquier daño particular, sino precisamente porque lo había engañado, asumiendo así Costa la figura de la inocencia ultrajada a la que no somos capaces de enfrentarnos porque la ofendimos y ella todavía no lo sabe. Se podría decir que Raimundo Silva va a la editorial como el criminal que vuelve al lugar del crimen, pero no sería exacto, Raimundo Silva es, sí, atraído por el lugar donde se descubrirá el delito y donde se reunirán los jueces para dictar la sentencia que lo condenará, prevaricador, desnudo, falso y sin defensa.
No tiene dudas el corrector sobre que está cometiendo un error estúpido, de que estas visitas van a ser recordadas, en su justo momento, como expresiones particularmente odiosas de una malicia perversa, Sabía usted el mal que había hecho, y a pesar de ello no tuvo la hombría, dirían la hombría, la franqueza, la honradez de confesar por su propio arbitrio, dirían arbitrio, se quedó esperando los acontecimientos, riéndose por dentro, perversamente, insisto en la palabra, burlándose de nosotros, y la vulgaridad de estas últimas palabras desentonará del discurso reprensivo y moralizador. Sería inútil explicarles que están equivocados, que Raimundo Silva sólo iba en busca de una tranquilidad, de un alivio, Aún no lo saben, suspiraba cada vez, pero alivio y tranquilidad duraban poco, era sólo entrar en casa e inmediatamente se sentía más cercado de lo que Lisboa estuvo alguna vez.