Sabiendo ya el camino que ha de tomar, Raimundo Silva se levanta, se sacude los pantalones y empieza a bajar las escaleras. El perro lo siguió, pero de lejos, como quien tiene una vieja experiencia de cantazos, y le basta, para llevarse un susto, el ver que el hombre se inclina y finge agarrar una piedra. En el fondo de las escaleras vaciló, parecía pensar, Sigo, no sigo, pero se decidió y se fue tras el corrector, que va bajando ya la Calzada do Correio Velho. Por esos sitios, o un poco más adentro, para obedecer al alineamiento del tramo de S. Crispim, bajaba la muralla, en línea recta, se supone, hasta la famosa Porta de Ferro, otros dicen do Ferro, de la que no quedó rastro ni resto que hoy se diga, tal vez si levantásemos este empedrado moderno de la Plaza de Santo António da Sé, y excavásemos hondo aparecieran algunos fundamentos de aquel tiempo, algunas escamas de herrumbre de las antiguas armas, un olor a tumba, y dos confundidos esqueletos, de guerreros, no de amantes, gritarán al mismo tiempo, Perro, y al mismo tiempo uno y otro se mataran. Suben y bajan automóviles, los tranvías rechinan en la curva de la Magdalena, son de la línea veintiocho, particularmente estimados por los directores de cine, y allá delante, virando frente a la catedral, va otro autocar repleto de turistas, deben de ser franceses que se creen que están en España. El perro tiene dudas sobre si atravesar o no, su mundo más allegado y conocido es el de las calles altas, y a pesar de ver que el hombre mira para atrás mientras desciende por la Rua da Padaria, a lo largo de lo que sería, hace siglos, el lienzo de muralla que iba hasta la Rua dos Bacalhoeiros, no se atreve a continuar, tal vez el miedo ahora se le vuelva insoportable por recuerdo de un susto antiguo, gato escaldado del agua fría huye, el perro también, vuelve a las Escadinhas de San Crispim, a la espera de quien aparezca.
El revisor anda revisando, entra por el Arco Escuro, para conocer la escalera que el historiador dice ser una de las que en aquel tiempo daban acceso al adarve de la muralla, o mejor, ésta está en el sitio donde se hallaría la otra de origen, los escalones de la de ahora sólo han sido desgastados por dos o tres generaciones cuanto más. Raimundo Silva observa con detenimiento las ventanas oscuras, las fachadas salitrosas y carcomidas, los registros de azulejos, este que lleva la fecha de mil setecientos sesenta y cuatro, con una Santa Ana enseñando a su hija María a leer, y, en medallones laterales, como acólitos, San Marcial, que protege de los incendios, y San Antonio, restaurador de botijas y supremo hallador de objetos desencaminados. Los azulejos, a falta de certificado auténtico, sirven de documento aproximado, si la fecha que llevan es, como todo permite creer, la del año en que la casa fue construida, pasados nueve del terremoto. El corrector valora su caudal de conocimientos y lo encuentra más rico, por eso, volviendo a la Rua dos Bacalhoeiros, mirará con desdén superior a los transeúntes ignorantes, ajenos a estas curiosidades de la ciudad y vida, sin competencia siquiera para relacionar dos fechas tan explícitas. No obstante, poco después, cuando esté ante el Arco das Portas do Mar, creyendo en su interior que el nombre merecería otra traducción arquitectónica, no un prosaico indicador de agentes de aduanas, en ese momento, pensando en los desencuentros entre palabras y sentido, se observó a sí mismo y de sí mismo hizo severo juicio, En definitiva, qué derecho tengo yo a juzgar a los otros, vivo en Lisboa desde que nací, y nunca se me había ocurrido venir a ver, con mis propios ojos, cosas que están en libros, cosas que algunas veces miré y volví a mirar, sin ver, casi tan ciego como el almuédano, y si no fuera por la amenaza de Costa, probablemente nunca se me habría ocurrido comprobar el trazado de la muralla, las puertas, que estas de aquí supongo que serán de la muralla fernandina, claro que cuando llegue al fin de mi paseo sabré más, pero también es cierto que sabré menos, precisamente por saber más, en otras palabras, a ver si me explico, la consciencia de saber más me conduce a la consciencia de saber poco, además me apetece preguntar, qué es saber, tenía razón el historiador, mi vocación sería de filósofo, de los buenos, de esos que cogen una calavera y se pasan la vida entera interrogándose sobre la importancia que un cráneo tiene en el universo y si hay razón para que el universo se preocupe de esa calavera o para que alguien se interrogue sobre universo y calavera, y ahora llegamos, esto dice el guía indispensable, señoras y señores, turistas, viajeros, o simples curiosos, al Arco da Conceição, donde se alzó el célebre surtidor de la Pereza, dulcísimas aguas que mataron la sed y el apetito de trabajar de mucha gente, hasta hoy.