Raimundo Silva hace volver a la bolsa de papel las pruebas de la Historia del Cerco de Lisboa, con excepción de las cuatro elegidas páginas, que dobla y cuidadosamente guarda en el bolsillo inferior de la chaqueta, y va a la barra, donde el empleado sirve un vaso de leche y un bollo a un joven con cara de quien anda buscando empleo y la expresión concentrada de quien prevé que en ese día no va a tener más abundante refección. El corrector es un observador bastante competente y sensible para, de una simple mirada rápida, recoger información tan completa, podemos incluso admitir la hipótesis de que algún día habrá encontrado en el espejo de su casa unos ojos así, los suyos, no sería preciso decirlo, y no vale la pena preguntárselo, que, de él, lo que más nos interesa es el presente, y, si del pasado un recuerdo, mucho menos el suyo que, del pasado general, la parte modificada por la palabra impertinente. Ahora nos falta ver adónde nos llevará ella, sin duda, en primer lugar, a Raimundo Silva, pues la palabra, cualquiera, tiene esa facilidad o virtud de conducir siempre a quien la dijo, y luego, tal vez, tal vez, a nosotros, que estamos yendo tras ella, como perdigueros olfateando, consideraciones éstas evidentemente prematuras, si el cerco aún ni siquiera ha empezado, los moros que entran en la confitería entonan a coro, Venceremos, venceremos, con las armas que tenemos en la mano, puede ser, pero para tanto es preciso que Mahoma ayude lo mejor que sepa, pues armas no las vemos, y el arsenal, si la voz del pueblo es realmente la voz de Alá, no está numéricamente provisto en proporción a sus necesidades. Raimundo Silva le dice al empleado, Guárdeme hasta luego este paquete, vendré a buscarlo antes de cerrar, se entiende que se refiere a la confitería, y el empleado mete la bolsa de papel entre dos tarros de caramelos, a su espalda, Aquí no lo toca nadie, dice, no se le ocurrió la idea de preguntar por qué no deja Raimundo Silva la bolsa en casa, viviendo como vive cerca de allí, en la Rua do Milagre de Santo António, a la vuelta de la esquina, ahora bien, los camareros, en contra de lo que es general opinión, son personas discretas, oyen con santa paciencia los rumores que van corriendo, un día y otro, toda la vida, y empiezan ya a cansarse de la monotonía, verdad es que por un deber de cortesía profesional y para que no se moleste el parroquiano que es su razón de vivir, dan muestras de gran interés y atención, pero, en el fondo, están siempre pensando en otra cosa, a éste, por ejemplo, qué le podría importar la respuesta del corrector si se la diera, Tengo miedo de que suene el teléfono. El joven acabó de comer su bollo, ahora se enjuaga la boca disimuladamente con la leche para soltar los residuos que quedaron agarrados a dientes y encías, en el provecho está la ganancia, enseñaban nuestros padres, pero a ellos no los enriqueció tan extremada sabiduría, y, por lo que sabemos, tampoco fue ése el origen de los llorados bienes de la madrina Bienvenida, Dios la perdone, si puede.