Evidentemente, la confitería A Graciosa, donde el corrector ahora está entrando, no se encontraba aquí en el año mil ciento cuarenta y siete en que estamos, bajo este cielo de junio, magnífico y cálido pese a la brisa fresca que viene del lado del mar por la boca de la barra. Una confitería es, desde siempre, buen lugar para saber las novedades, en general la gente no lleva mucha prisa, y siendo éste un barrio popular, donde todos se conocen y donde la familiaridad de lo cotidiano ya redujo al mínimo las ceremonias previas a la comunicación, salvo, claro está, algunas fórmulas sencillas, Buenos días, Cómo le va, Todo bien, que se dicen sin prestar gran atención al significado real de las preguntas y respuestas, es natural que en seguida se pase a las preocupaciones del día, que son varias y todas graves. La ciudad está convertida en un coro de lamentaciones, con toda esa gente que va entrando de huida, acosada por las tropas de Ibn Arrinque, el Gallego, a quien Alá fulmine y condene al infierno profundo, y vienen en lastimoso estado los infelices, chorreando sangre las heridas, llorando y gritando, no pocos con muñones en vez de manos, o cruelmente desorejados, o sin nariz, es el aviso que manda el rey portugués, y parece, dice el dueño de la confitería, que vienen cruzados por mar, malditos sean, corre que serán unos doscientos navíos, esta vez las cosas se ponen feas, no hay duda, Ay, pobrecillos, dice una mujer gorda, limpiándose una lágrima, que ahora mismo vengo de la Porta de Ferro, y es una ostentación de miserias y desgracias que ya no saben los médicos adónde acudir, vi personas con la cara convertida en un cuajarón de sangre, un pobre con los ojos vaciados, horror, horror, que caiga la espada del Profeta sobre los asesinos, Caerá, dijo un joven que, apoyado en la barra, bebía un vaso de leche, caerá si es nuestra mano quien la empuña, No nos rendiremos, dijo el dueño de la confitería, hace siete años vinieron también portugueses y cruzados y se llevaron que contar, Pues sí, volvió el joven, después de limpiarse la boca con el dorso de la mano, pero Alá no suele ayudar a quien a sí mismo no se ayuda, y esos cinco barcos de cruzados que llevan ahí en el río seis días fondeados, me pregunto por qué no los atacamos y echamos al fondo, Qué justa obra sería ésa, dijo la gorda, en pago de las miserias de los nuestros, En pago, no, dijo el dueño de la confitería, que las cuentas de nuestras venganzas nunca fueron menos que cien por uno, Pero mis ojos son como palomas muertas que no volverán a los nidos, dijo el almuédano.