Raimundo Silva entró, dio los buenos días sin reparar en quién estaba, y eligió una mesa detrás del escaparate donde se exhibían las seducciones de la dulcería habitual, los pasteles de nata, las palmeras, las cornucopias, los madalenas, los pastelillos de arroz, los jesuitas, e, inevitables, los cruasanes, con la forma que les dio el nombre en francés, creciente, luego convertido en decreciente a la primera dentellada, menguante pues, hasta no quedar en el plato más que migajas, ínfimos cuerpos celestes que el gigantesco dedo de Alá, humedecido, va llevándose a la boca, después no quedará más que el terrible vacío cósmico, si son compatibles el ser y la nada. El empleado, que dueño no es, interrumpe la limpieza de unos vasos, y trae el café que el corrector pidió, lo conoce pese a no ser parroquiano de todos los días, sólo de vez en cuando, y siempre da idea de venir aquí para rellenar un intervalo ocasional, ahora parece haberse sentado con más descanso, abre una bolsa de papel de donde saca un grueso mazo de hojas sueltas, el empleado busca espacio para posar la tacita y el vaso de agua, pone el terrón de azúcar en el platillo, y antes de retirarse repite el comentario que hizo a lo largo de la mañana, habla del frío que hace, Afortunadamente hoy no hay niebla, el corrector sonríe como si hubiera acabado de recibir una noticia agradable, Es verdad, afortunadamente no hay niebla, pero una mujer gorda, en la mesa de al lado, que acompaña con una leche manchada su bollo de hojaldre, informa que, según el boletín meteorológico, ella pronuncia, viciosamente, Metrológico, es probable que vuelva a aparecer la niebla al caer la tarde, quién lo diría, estando ahora el cielo tan claro, el sol reluciente, observación poetizante que ella no hizo, pero que, por irresistible, aquí se recoge. El tiempo, como la fortuna, es inconstante, dijo el corrector, consciente de la estupidez de la frase. No respondió el empleado, la mujer no respondió, que ésa es la más prudente actitud ante sentencias definitivas, oír y callar, esperando que el mismo tiempo las haga caer en pedazos, no siendo infrecuente que las haga más definitivas aún, como las de griegos y latinos, al fin condenadas al olvido cuando el tiempo haya pasado del todo. El empleado volvió al lavado de vasos, la mujer a lo que queda del hojaldre, dentro de poco, disimuladamente, por ser acto de mala educación, aunque irresistible, catará con el índice mojado las migajas del pastel, pero no conseguirá recogerlas todas, una a una, porque los fragmentos del hojaldre, lo sabemos por experiencia, son como polvillo cósmico, incontables, gotículas de una neblina infinita y sin remisión. En esta confitería también estaría un joven si no hubiera muerto en la guerra, y en cuanto al almuédano no hay más que recordar que íbamos empezando a saber cómo terminó, de misericordioso susto, cuando sobre él venía el cruzado Osberno, pero no el tal, de espada en alto, chorreando sangre fresca, que Alá se apiade de sus y a pesar de ello desgraciadas creaturas. Mientras tomaba el café, Raimundo Silva buscaba las pruebas de la Historia del Cerco de Lisboa que le interesaban, no el discurso del rey, no los episodios de la lucha, perdió todo el interés sobre la cuestión de las hondas baleares o baleáricas, y tampoco quiere ahora saber de rendición y saqueo. Ha encontrado ya lo que buscaba, cuatro páginas que separa del conjunto y relee atentamente, pasando sobre las referencias más importantes un trazador fluorescente, amarillo. La mujer gorda mira con desconfiado respeto la operación incomprensible, y luego, sin que nada lo hiciera prever, mucho menos por una relación directa de causa y efecto entre un acto ajeno y un pensamiento propio, reúne precipitadamente las migajas en un mantoncito y, con las pulpas de los dedos juntas, las recoge, las aprieta y se las lleva a la boca, aspirándolas con voluptuosidad. Molesto por el ruido, Raimundo Silva miró de lado, como reprendiéndola, no hay duda, piensa él, que la tentación regresiva es una constante de la especie humana, si Don Afonso Henriques come a la manera mora con los dedos, qué se le va a hacer, costumbre es ésa de los tiempos, aunque ya empiecen a notarse por ahí algunas innovaciones, como esta de clavar el cuchillo en la tajada y llevársela así a la boca, ahora sólo falta que se le ocurra a alguien la obvia idea de abrir unos dientes en la hoja, y es que ya tarda la invención, bastaría con que los inventores distraídos reparasen en las horquillas de tosco palo con que los labradores juntan y recogen el trigo segado, y la cebada, y los levantan y suben a los carros, demasiado ha mostrado la experiencia que nadie irá lejos en arte y vida si por los usos de la corte se ha dejado deslumbrar. Pero esta mujer de la confitería es que no tiene disculpa, seguro que los padres, con mucho trabajo, le enseñaron a comportarse en la mesa, y ahí está, reincidente, acaso vendrá de los groseros tiempos de entonces, cuando moros y cristianos se igualaban en los modos, opinión, por otra parte, muy controvertida, porque no falta quien afirme e intente probar que la ventaja en civilización la llevaban los seguidores de Mahoma, y que a los otros, cafres rematados, regalados en su tozudez, apenas empezaba aún a brotarles el prurito de las buenas maneras, pero todo cambiará el día en que les entre en el alma la fiebre del culto a la Virgen Nuestra Señora, tan arrebatado que hará descuidar el de Su Divino Hijo, por no hablar ya del poco caso que, en el trato cotidiano, insulta al Padre Eterno. Y así se evidencia cómo, naturalmente, sin esfuerzo, por un suave deslizarse de asunto en asunto, se asciende del pastel de hojaldre, comido por una mujer en A Graciosa, a Aquel que comer no precisa, pero que, irónicamente, puso en nosotros mil deseos y necesidades.