Читаем Historia del cerco de Lisboa полностью

Hace bien el empleado de la confitería en no dar oídos a lo que se dice. Por demás es sabido que, en caso de tensión internacional grave, la primera actividad industrial que da señal inmediata de inestabilidad y quiebra es el turismo. Ahora bien, si la situación, aquí, en esta ciudad de Lisboa, fuese efectivamente de inminencia de cerco y asalto, no estarían llegando estos turistas, son los primeros de la mañana, en dos autobuses, uno de japoneses, gafas y cámaras fotográficas, otro de americanos con sudaderas y bermudas. Se reúnen detrás de los intérpretes, y lado a lado, en dos columnas separadas, se lanzan a la subida, van a entrar por la Rua do Chão da Feira, por la puerta donde está la hornacina de San Jorge, admirarán al santo y al pavoroso dragón, ridículo de tamaño, éste, a ojo de japoneses habituados a más prodigiosas bestias de la especie. En cuanto a los americanos, será notoria la humillación de reconocer cuán pobre figura hace un vaquero del Oeste laceando un becerro recién destetado, en comparación con el caballero de armas de plata, invencible en todos los combates, aunque se empiece a sospechar que desistió de nuevas luchas y vive de la buena fama que en el pasado alcanzó. Ya han entrado los turistas, la calle se ha quedado súbitamente quieta, apetecería incluso escribir que en estado de modorra, si la palabra, que irresistiblemente insinúa en el espíritu y en el cuerpo las lasitudesde un ardiente estío, no resultase incongruente en la fría mañana de hoy, aunque en sosiego el lugar y yendo tan pacíficas las personas. Desde aquí se alcanza a ver el río, por encima de los merlones de la catedral que parecen de juguete sobre los campanarios que el desnivel del terreno hace invisibles, y, pese a la gran distancia, se percibe la serenidad que hay en él, se adivina incluso el vuelo de las gaviotas sobre el reluciente caminar de las aguas. Si fuese verdad que hay cinco barcos de cruzados más allá, sin duda habrían empezado a bombardear la ciudad inerme, pero tal cosa no podrá acontecer, que bien sabemos nosotros que de ese lado no vendrá peligro a los moros, una vez que fue dicho, y del dicho se hizo escrito para valer y dar fe, que no van los portugueses, en este caso, a contar con la ayuda de quien sólo aquí fondeó para hacer aguada y descansar de los trabajos de la navegación y de la aflicción de las tormentas, antes de seguir viaje para arrancar de manos de los infieles, no una vulgar ciudad, como ésta, sino el suelo precioso que sintió el peso de Dios y que de sus pies aún guarda, en algún sitio por donde nadie volvió a pasar y que la lluvia y el viento dejaron intacto, las propias divinas huellas, descalzas.

Raimundo Silva dobló la esquina hacia la Rua do Milagre de Santo António, y al pasar ante su casa, tal vez porque medio conscientemente aguzara el oído a los sonidos que le rodeaban, creyó percibir, por un instante, el timbre de un teléfono, Será el mío, pensó, pero el sonido había llegado de muy cerca, podría haber sido en la barbería del otro lado de la calle, y es en ese preciso segundo cuando se le ocurre otra posibilidad, qué imprudencia la suya, ha sido una estupidez rematada pensar que Costa empezaría precisamente por usar el teléfono, Quién sabe si no vendrá ya por ahí, y la imaginación, condescendiente, representó el cuadro de inmediato, Costa en el automóvil, subiendo furiosamente la Rua do Limoeiro, flotando aún en el aire el rechinar de los neumáticos en la curva de la catedral, si Raimundo Silva no se pone a salvo de inmediato, ahí aparece Costa con el motor rugiendo, frenando a fondo al llegar a la puerta y diciendo, sofocado, Suba, suba, que tenemos mucho de que hablar, no, aquí no quiero hablar, pese a todo, Costa es una persona educada, incapaz de montar una escena en la calle. El corrector no espera más, baja precipitadamente las Escadinhas de San Crispim y no se detiene hasta después de la curva, oculto al ansioso oteo de Costa. Se sienta en un escalón para recuperarse del susto, ahuyenta a un perro que se aproxima tendiendo el hocico, bebiéndole los aires, y saca del bolsillo los papeles que había separado del mazo de pruebas, los desdobla, los alisa sobre las rodillas.

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