Dejó el mirador, fue al despacho, buscó entre los papeles de un armario las primeras pruebas del Cerco, aún en su poder, como las segundas y las terceras, no el original, ése se queda en la editorial después de terminada la primera revisión, lo metió todo en una bolsa de papel, y es ahora cuando suena el teléfono. Raimundo Silva dio un respingo, la mano izquierda, guiada por el hábito, incluso se acercó, pero se paró a medio camino y se recogió, ese objeto negro es una bomba de relojería que va a estallar, una serpiente de cascabel vibrante dispuesta a atacar. Lentamente, como si temiera que los pasos pudiesen ser oídos desde donde le llaman, el corrector se aleja, murmura, Es Costa, pero está equivocado, y nunca sabrá quién le quiso hablar a esa hora de la mañana, quién y para qué, Costa no le dirá, dentro de unos días, Llamé a su casa, pero no atendió nadie el teléfono, y tampoco otra persona, pero quién, repetirá la declaración, Qué pena, tenía una buena noticia que darte, el teléfono sonó, sonó, y nada. El teléfono suena, suena, pero Raimundo Silva no responderá, ya está en el pasillo, dispuesto a salir, probablemente, después de tantas dudas y aflicciones, fue alguien que se equivocó de número, ocurre a veces, pero esto mismo no lo llegaremos a saber, es sólo un suponer, aunque apetece aprovechar la hipótesis, esa que dejaría más sosegado al corrector, lo que, por otra parte, bien vistas las cosas, no pasa de irreflexiva manera de decir, considerando que tal tranquilidad, en las presentes circunstancias, sería parecida, en todo, al precario alivio de un mero aplazamiento, aparta de mí este cáliz, dijo el otro, y no le serviría de nada, que de nuevo volverían a imponérselo.