Читаем Historia del cerco de Lisboa полностью

Cuando Raimundo Silva reaparece, ciñéndose el cinturón y acondicionando al cuello las solapas de la bata, que es de tonos azules, con dibujo escocés, Costa ya tiene en la mano el mazo de pruebas, las sostiene como si las sopesara, incluso dice, comprensivo, Realmente, esto es enorme, pero no las hojea propiamente, se limita a preguntar, un poco inquieto, Ha tenido que corregir mucho, y Raimundo Silva responde, No, al tiempo que sonríe, afortunadamente nadie puede preguntarle por qué, Costa no sabe que precisamente está siendo engañado por una palabra tan pequeña, ese No que en una misma emisión de voz esconde y revela, Costa preguntó, Ha tenido que corregir mucho, y el corrector respondió, No, sonriendo, ahora crispado cuando dice, Si quiere, puede verlas, a Costa le extraña la benevolencia, es un sentimiento vago que pronto se disipa, No vale la pena, las llevaré directamente a la imprenta, me han dicho que meten el libro en máquinas en cuanto lleguen las pruebas. Si Costa hojeara las páginas y se diera cuenta del error, piensa el corrector que aún podría convencerlo con dos o tres frases complicadas de contexto y negación, de contradicción y apariencia, de nexo e indeterminación, pero Costa ya sólo quiere marcharse, tiene una imprenta a su espera, está contento porque Producción consiguió una victoria más en la lucha contra el tiempo, Hoy es el primer día del resto de tu vida, debería, claro está, mostrarse severo, no es bueno que las cosas acaben por resolverse siempre a última hora, necesitamos trabajar con mayores márgenes de seguridad, pero el corrector tiene un aire tan desamparado metido en aquel batín de falso escocés, la barba crecida, el pelo grotescamente teñido, contrastando, triste, con los rastrojos blancos de la cara, que Costa, muchacho que está en la fuerza de la vida, pese a pertenecer a las generaciones que hicieron irrisión de la bondad, calla sus justísimas quejas y casi con afecto saca de la cartera el original de un nuevo libro para revisar, Éste es pequeño, poco más de doscientas páginas, y la prisa no es mucha. Raimundo Silva recibe y entiende el sentido del gesto y de las palabras, descifra el medio tono añadido o retirado de una vocal, su oído sabe leer tan bien como sus ojos, y por todo eso siente como un remordimiento de estar engañando así la inocencia de Costa, emisario y portador de un error del que no es responsable, como acontece a la mayoría de los hombres, que viven y mueren ingenuos, afirmando y negando por cuenta ajena, aunque pagando las cuentas como si propias fuesen, pero sabio es Alá, y lo demás fantasmas de la razón.

Se fue Costa, feliz por empezar tan bien el día, y Raimundo Silva va a la cocina a prepararse el café con leche y las tostadas con mantequilla. Las tostadas, para este hombre de normas y principios, son casi un vicio y verdaderamente una manifestación de gula irrefrenable, en la que entran múltiples sensaciones, tanto visuales como táctiles, tanto olfativas como gustativas, empezando por el brillo de la tostadora cromada, después el cuchillo cortando las rebanadas, el olor del pan tostado, la mantequilla derritiéndose y al fin el placer complejo de la boca, del paladar, de la lengua, de los dientes, a los que se pega la inefable película oscura, quemada y suave, y otra vez el olor, ahora dentro de él, en el cielo esté quien tan sublime cosa supo inventar. Raimundo Silva, un día, dijo estas exactas palabras en voz alta, en un rápido momento en el que le pareció estar transfundiéndosele a la sangre la obra perfecta del fuego y del pan, que, en verdad, para él, hasta la mantequilla sería superflua, dispensable sin mayor tristeza, aunque muy necio tendría que ser quien rechazase lo que, añadido a lo esencial, redobla los apetitos y los sabores, es ése el caso del pan tostado y de la mantequilla, de que venimos hablando, sería también el caso del amor, por ejemplo, si de él tuviera el corrector más amplia experiencia. Acabó Raimundo Silva de comer, fue al baño, a afeitarse, a cuidar de la apariencia. Mientras no tiene la cara bien cubierta de espuma, huye de mirarse directamente al espejo, hoy vive arrepentido de haber decidido teñirse el pelo, está como prisionero de sus propios artificios, porque, más que el desagrado que le causa su imagen, lo que no soporta es la idea de que, dejando de teñirse, las canas saldrán bruscarnente a la luz, de una sola vez, como una irrupción brutal, en lugar del lento avance natural que por vanidad loca decidió un día interrumpir. Son las pequeñas miserias del espíritu que el cuerpo tiene que pagar, él que no tiene culpas.

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