Raimundo Silva se ha acostado. Está tendido con las manos cruzadas bajo la nuca, no siente aún el frío. Tiene dificultades para pensar en lo que ha hecho, sobre todo no consigue reconocer la gravedad de su acción, y llega incluso a sorprenderse porque nunca antes se le hubiera ocurrido la idea de alterar el sentido de otros libros que revisó. En un momento determinado le parece como si estuviera desdoblándose, alejándose de sí, se ve pensando y se asusta un poco. Después se encoge de hombros, aplaza la preocupación que empezaba a insinuarse en su espíritu, Veremos, mañana decidiré si dejo la palabra, o la retiro. Iba a volverse hacia el lado derecho, dando la espalda a la mitad vacía de la cama, cuando se dio cuenta de que la sirena se había callado, sabe Dios cuánto tiempo hacía ya, No, la oí cuando estaba diciendo el discurso del rey, lo recuerdo exactamente, entre dos frases, el mugido ronco, como de toro que se hubiera perdido entre la niebla, bramando hacia el cielo blanco, lejos de la manada, es extraño que no haya animales marinos con voces capaces de llenar la amplitud del mar, o este ancho río, voy a ver cómo está el cielo. Se levantó, se cubrió con la bata de lana gruesa que, en invierno, extiende siempre sobre las mantas de la cama, y abrió la ventana. Había desaparecido la niebla, es increíble que hubiera tantos centelleos ocultos en ella, las luces por la ladera abajo, las otras del otro lado, amarillas y blancas proyectadas sobre el agua como lumbres trémulas. Hace más frío. Raimundo Silva pensó, penosamente, Si yo fumara, encendería ahora un pitillo, mirando al río, pensando que todo es vago y vario, pero así, al no fumar, pensaré que todo es vario y vago, realmente, pero sin pitillo, aunque el pitillo, si lo fumara, por sí mismo expresaría la variedad y la vaguedad de las cosas, como el humo, si fumase. El corrector se entretiene en la ventana, nadie lo llamará, Ven adentro, que te vas a enfriar, y él intenta imaginar que lo llaman dulcemente, pero se queda un minuto pensando, vago él, y vario, y al fin, como si otra vez lo hubieran llamado, Ven adentro, te lo ruego, condesciende, cierra la ventana y vuelve a la cama, se echa sobre el lado derecho, a la espera. Del sueño.
No eran aún las ocho cuando Costa llamó a la puerta. El corrector, que había tenido una noche difícil, de breves e inquietos sueños, dormía al fin pesadamente, así lo creía la parte de él que había accedido a un nivel de consciencia suficiente para pensar, y ese profundo sueño se sacaba como conclusión, vista la dificultad de despertar de la otra parte, pese a las estridencias insistentes del timbre, cuatro veces, cinco, ahora un toque prolongado hasta el infinito, como si el mecanismo del botón estuviese enclavado. Raimundo Silva sabía, evidentemente, que debería levantarse, pero no podía dejar en la cama la mitad de sí mismo, o tal vez más, qué diría Costa, porque seguro que es Costa, ahora la policía ya no viene a sacarnos de la cama matinalmente, sí, qué dirá Costa al ver aparecer sólo la mitad de Raimundo Silva, tal vez a Bienvenido, un hombre siempre debe ir completo a donde lo llamen, no puede alegar, Traigo aquí esta parte de quien soy, el resto se ha retrasado en el camino. El timbre seguía tocando, Costa empieza a preocuparse, Qué silencio en la casa, al fin la mitad despierta del corrector consigue gritar con voz ronca, Voy, y sólo entonces la parte dormida se deja mover, de mala gana. Ahora, precariamente reunidos, inseguros en piernas que no se sabe a quién pertenecen, atraviesan el cuarto, la puerta de la escalera forma ángulo recto con ésta, casi se podrían abrir las dos con un solo movimiento, es Costa, claramente arrepentido de la matinal alarma, Perdone, entonces se da cuenta de que no ha dicho buenos días, Buenos días, perdone, señor Silva, que venga tan temprano, pero es por culpa de las pruebecitas, Costa quiere realmente que le perdonen, el humilde diminutivo no significa otra cosa, Sí, sí, dice el corrector, pase ahí al despacho.