En tantos años de honrada vida profesional, jamás Raimundo Silva se había atrevido, con plena consciencia, a infringir el antes citado código deontológico no escrito que pauta las acciones del corrector en relación con las ideas y opiniones de los autores. Para el corrector que conoce su lugar, el autor, como tal, es infalible. Se sabe, por ejemplo, que el corrector de Nietzsche, siendo fervoroso creyente, resistió la tentación de introducir, también él, la palabra No en una página determinada, transformando en Dios no ha muerto el Dios ha muerto del filósofo. Los correctores, si pudieran, si no estuviesen atados de pies y manos por un conjunto de prohibiciones más impositivo que un código penal, sabrían mudar la faz del mundo, implantar el reino de la felicidad universal, dando de beber a quien tiene sed, de comer a quien tiene hambre, paz a los que viven agitados, alegría a los tristes, compañía a los solitarios, esperanza a quien la tenga perdida, por no hablar ya de la fácil liquidación de miserias y de crímenes, porque todo lo harían con un simple cambio de palabras, y si alguien tiene dudas sobre estas nuevas demiurgias no tiene más que recordar que así mismo fue el mundo hecho y hecho el hombre, con palabras, unas y no otras, para que así quedase y no de otra manera. Hágase, dijo Dios, e inmediatamente apareció hecho.
Raimundo Silva no seguirá leyendo. Está agotado, se le han ido todas las fuerzas en aquel No en que se jugaba, aparte de la inmaculada reputación bien merecida, la tranquilidad de una conciencia en paz. A partir de hoy vivirá para el momento, más tarde o más temprano, pero inevitable, en que aparezca alguien pidiéndole cuentas del error, podrá ser precisamente el enfadado autor, o el crítico irónico e implacable, o un lector atento en carta a la editorial, o incluso mañana mismo, Costa, cuando venga a buscar las pruebas, que es muy capaz de venir personalmente, con su aire heroico y sacrificado, He tenido que venir yo, siempre es mejor hacer cada uno más de lo que es su deber. Y si a Costa le diera por hojear las pruebas antes de meterlas en la cartera, si en ese momento le salta a sus ojos la página maculada por la mentira, si le sorprende la aparición de una nueva palabra en las pruebas que ya son cuartas, si se toma la molestia de leerla y entiende lo que ahora está escrito, el mundo, entonces reenmendado, habrá vivido diferente sólo un corto instante, Costa dirá, aunque vacilante, Señor Silva, me parece que hay aquí un error, y él fingirá mirar y no tendrá más remedio que decir que sí, Qué disparate, no sé cómo puede haber ocurrido esto, efectos del sueño, fue lo que fue. No será necesario trazar un deleátur para eliminar la ominosa palabra, basta tacharla, simplemente, como lo haría un niño, el mundo regresará a su antigua y tranquila órbita, lo que fue seguirá siendo, y, en adelante, Costa, aunque no vuelva a hablar de este extraño caso, tendrá un motivo más para proclamar que Producción está por encima de todas las cosas.