Raimundo Silva está de pie, tiene sobre sus hombros la manta, pero de modo que una punta se arrastra por el suelo cuando se mueve, y en voz alta lee como un heraldo lanzando sus proclamas, esto es, el discurso que a los cruzados echó el rey nuestro señor de esta guisa, Bien sabemos, y tenemos ante los ojos, que sois sin duda hombres fuertes, denodados y de gran destreza, y, en verdad, vuestra presencia no ha disminuido a nuestra vista lo que de vosotros nos había dicho la fama. No os reunimos aquí para saber cuánto sería preciso prometeros a vosotros, hombres de tanta riqueza, para que, enriquecidos con nuestras dádivas, os quedaseis con nosotros para el cerco de esta ciudad. Siempre inquietados por los moros, nunca hemos podido acumular tesoros, con los que a veces acontece que no se pueda vivir en seguridad. Pero como no queremos que ignoréis nuestros recursos y cuáles son nuestras intenciones hacia vosotros, entendemos que no debéis despreciar nuestra promesa, pues consideramos como sujeto a vuestro dominio todo cuanto nuestra tierra posee. De una cosa sin embargo estamos ciertos, y es que vuestra piedad os invitará más a este trabajo y al deseo de realizar tan gran hecho que lo que pudiera atraeros la promesa de nuestro dinero y recompensa. Ahora bien, para que con la algazara de vuestros hombres no sea perturbado lo que os diga, elegid a quien queráis, a fin de que, retirados aparte unos y otros, benigna y sosegadamente determinemos en conjunto la causa de nuestra promesa, y resolvamos sobre aquello que os exponemos, para después ser explicado a todos en común con lo que hayamos resuelto, y así, dado el asentimiento de ambas partes, con juramento y garantías ciertas sea esto ratificado para interés de Dios.
No, este discurso no es obra de un rey principiante, sin excesiva experiencia diplomática, aquí hay dedo, mano y cabeza de eclesiástico mayor, tal vez el propio obispo de Porto, Pedro Pitões, y seguramente el arzobispo de Braga, João Peculiar, que juntos y concertados habían logrado persuadir a los cruzados, de paso por el Duero, de que bajaran hasta el Tajo para ayudar a la conquista, diciéndoles, por ejemplo, Al menos oigan las razones que a favor de la prestación de auxilio tenemos que darles, a la vista de la mercaduría. Y habiendo durado tres días el viaje de Porto a Lisboa, no es preciso estar dotado de una imaginación prodigiosa para suponer que los dos prelados, de camino, vinieron haciendo el borrador, para adelantar trabajo, ponderando los argumentos, insinuando mucho, cautelando lo posible, con promesas liberalísimas envueltas en prudentes reservas mentales, sin olvidar la lisonja, recurso envanecedor que generalmente fructifica en mil por uno, aunque estéril sea el terreno y torpe el sembrador. Raimundo Silva, acalorado, deja caer la manta con teatral ademán, sonríe sin alegría, Este discurso no hay quien se lo crea, más parece lance shakespeariano que obra de obispos menores, y vuelve a su mesa, se sienta, mueve la cabeza vencido, Pensar que nunca llegaremos a saber qué palabras dijo realmente Don Afonso Henriques a los cruzados, al menos buenos días, y qué más, y qué más, y la claridad ofuscante de esta evidencia, no poder saberlo, aparece de pronto ante él como una infelicidad, sería capaz de renunciar a algo, no se pregunta a qué ni cuánto, al alma, si la hay, a los bienes, si los tuviera, para encontrar, preferentemente en esta parte de Lisboa donde vive y que es precisamente lo que en aquel tiempo era la ciudad toda, un pergamino, un papiro, un papel suelto, un recorte de periódico, una grabación de poder ser, o una lápida esculpida, que registrara el verdadero discurso, el original, por así decirlo, quizá menos sutil en artes dialécticas que esta versión amanerada, en la que faltan justamente las fuertes palabras dignas de la ocasión.