Читаем Historia del cerco de Lisboa полностью

Es enero, anochece pronto. La atmósfera del despacho pesa, sofocada. Las puertas están cerradas para defenderse del frío, el corrector tiene una manta sobre las rodillas, la estufa al lado de la mesa, casi escaldándole los tobillos. Ya se ha dicho que la casa es antigua, sin comodidades, de un tiempo espartano y bronco, cuando salir a la calle, en los fríos mayores, era el mejor remedio para quien no dispusiera más que de un corredor gélido donde calentar el cuerpo en pequeños ejercicios de marcha. Pero, en esta última página de la Historia del Cerco de Lisboa puede Raimundo Silva encontrar la ardiente expresión de un patriotismo fervoroso, que seguramente reconocerá si no es que la vida monótona y vulgar no entibió el suyo propio, ahora se estremecerá, sí, pero con aquel soplo único que viene del alma de los héroes, repárese en lo que escribió el historiador, En lo alto del castillo el creciente musulmán fue arriado por última vez y, definitivamente, para siempre, al lado de la cruz que anunciaba al mundo el bautismo santo de la nueva ciudad cristiana, se elevó lento en el azul del espacio, besado por la luz, movido por la brisa, desplegándose triunfador con el orgullo de la victoria, el pendón de Don Afonso Henriques, las quinas de Portugal, mierda, y que nadie crea que esta palabrota la dirige el corrector al nacional emblema, sino que es más bien el legítimo desarrollo de quien, habiendo sido irónicamente reprendido por ingenuos errores de imaginación, va a tener que consentir que queden a salvo otros no suyos, cuando lo que ahora le apetecería, y con toda justicia, es lanzar en los márgenes del papel una lluvia de deleátures indignados, pero, ya sabemos que no lo hará, que con enmiendas de este tipo se vejaría al autor, Limítese el zapatero a la observación del empeine, que sólo para eso le pagan, ésas fueron las impacientes palabras de Apeles, definitivas. Ahora bien, estos errores no son como los de las hondas, simple bagatela entre un quizá sí y un quizá no, que en buena verdad tanto nos da hoy que les llamen baleáricas o baleares, lo que no se debería permitir de ningún modo es hablar de quinas en tiempo de Afonso el Primero, cuando las tales quinas no ocuparon lugar en la bandera hasta el reinado de su hijo Sancho, y aun así dispuestas no se sabe cómo, si en cruz al centro, si una ahí y las otras cada cual en su rincón, si ocupando el campo todo, siendo ésta, según las autoridades más serias, la hipótesis fuerte. Mancha grave, pero no la única, que para todo y siempre quedará manchando la página final de la Historia del Cerco de Lisboa, por lo demás tan ricamente instrumentada de tumbas retumbantes, tan de tambores, tan de histórico arrebato, con las tropas formadas en parada, así las imaginamos, pie a tierra infantes y caballeros, asistiendo al arriar del estandarte abominable y al izado de la insignia cristiana y lusitana, gritando en una sola voz Viva Portugal y batiendo con las espadas en los escudos, en enérgica algazara militar, y después el desfile ante el rey, que está hollando con sus pies, vindicador, aparte de la sangre mora, el creciente musulmán, segundo error y supremo disparate, que nunca tal bandera fue izada sobre los muros de Lisboa, pues como el historiador no debería ignorar, lo del creciente en la bandera fue invento del imperio otomano, dos o tres siglos más tarde. Raimundo Silva posó aún la punta del bolígrafo sobre las quinas, pero pronto pensó que si de allí las quitara, y al creciente con ellas, sería como un terremoto en la página, todo se vendría abajo, historia sin remate condigno con la grandeza del instante, y esta lección es muy buena para que la gente se instruya sobre la importancia de una cosa que, a primera vista, no pasa de ser un pedazo de paño de un color o varios, con figuras recortadas también diversamente coloridas, que tanto pueden ser castillos como estrellas, o leones, o unicornios, o águilas, o soles, u hoces, o martillos, o llagas, o rosas, o sables, o machetes, o compases, o ruedas, o cedros, o elefantes, o bueyes, o bonetes, o manos, o palmeras, o caballos, o candelabros, qué sé yo, se pierde uno en este museo si no lleva guía ni catálogo, peor aún si a las banderas une los blasones, que todo es una familia sola, entonces será un nunca acabar de flores de lis, de conchas, de hebillas, de leopardos, de abejas, de armas y pertrechos, de árboles, de báculos, de mitras, de espigas, de osos, de salamandras, de garzas, de anillos, de patos, de palomas, de jabalíes, de vírgenes, de puentes, de cuervos y carabelas, de lanzas, de libros, sí, hasta de libros, la Biblia, el Corán, el Capital, que adivine quien pueda, y más y más de todo esto, pudiéndose concluir que los hombres son incapaces de decir quiénes son si no pueden alegar que son otra cosa, motivo al fin suficiente, en este caso, para que ahí dejemos el episodio de las banderas, la decaída y la exaltada, pero sabedores de que todo no pasa de mentira, útil hasta cierto punto, oh máxima vergüenza, pues no tuvimos el coraje de enmendarla ni sabríamos poner en su lugar la verdad sustancial, aspiración sobre todas excesiva, pero extinguible, que Alá se apiade de nosotros.

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