Por primera vez en tantos años de oficio minucioso, Raimundo Silva no hará lectura final y completa de un libro. Son, como queda dicho, cuatrocientas treinta y siete páginas fortísimas de notas, para leerlo todo tendría que pasar en blanco la noche entera, o poco menos, y no le apetece el martirio, que ha cobrado resuelta antipatía hacia la obra y el autor, mañana dirán los lectores inocentes y repetirá la juventud de las escuelas que la mosca tiene cuatro patas, porque así lo ha dicho Aristóteles, y en el próximo centenario de la toma de Lisboa a los moros, en el año dos mil cuarenta y siete, si hay aún Lisboa y portugueses en ella, no faltará un presidente para evocar aquella suprema hora en la que las quinas, avantes en el orgullo de la victoria, ocuparan el lugar del impío creciente en el cielo azul de nuestra hermosa ciudad.
Mientras tanto, le exige la conciencia profesional que, al menos, vaya recorriendo lentamente las páginas, los ojos expertos vagando sobre las palabras, confiando en que, variando así el nivel de la atención, cualquier yerro de menor alzada se dejaría sorprender, como sombra que el movimiento del foco luminoso desplazó súbitamente, o aquel conocido vistazo lateral que capta, en el último instante, una imagen en fuga. Nada importa saber si Raimundo Silva consiguió limpiar del todo las enfadosas páginas, lo que sí valdría la pena es observarlo cuando relee el discurso que Don Afonso Henriques hizo a los cruzados, según la versión de Osberno, allí traducida del latín por el propio autor de la Historia, que no se fía de lecciones ajenas, mayormente tratándose de materia de tal responsabilidad, ni más ni menos que el primer discurso averiguado de nuestro rey fundador, que otro, por lo demás, no se conoce bastante autorizado. Para Raimundo Silva el discurso es, todo él, de punta a punta, un absurdo, no es que se permita dudar del rigor de la traducción, que no está la latinaria entre sus prendas de corrector apenas medio, sino porque no se puede, no se puede realmente creer que de la boca de este rey Afonso, sin prendas, él, de clérigo, haya salido la complicada arenga, más bien compuesta a semejanza de los sermones retorcidos que los frailes pronunciarán de aquí a seis o siete siglos, que de los cortos alcances de una lengua que justo ahora empezaba a balbucearse. Estaba el corrector, así, sonriendo sarcástico, cuando de súbito le dio el corazón un salto, al fin, si Egas Moniz fue tan buen ayo como de él proclamaban los anales, si no nació sólo para llevar al pobre infante lisiado a Carquere o, más tarde, para ir a Toledo con la soga al cuello, no le habrían faltado a su pupilo máximas suficientes cristianas y políticas, y siendo el latín, por excelencia, el vehículo de estos perfeccionamientos, es de suponer que el real chiquillo, aparte de explicarse naturalmente en gallego, latinizaría el quantum satis para poder declamar, llegada la hora, ante tantos y tan cultos cruzados extranjeros, la arenga supracitada, una vez que ellos, de lenguas, no entenderían entonces más que la suya de cuna e iguales rudimentos de la otra, con la ayuda de los frailes intérpretes. Por tanto sabría Don Afonso