No lo ha descrito así el historiador en su libro. Sólo decía que el muecín subió al minarete y convocó desde allí a los fieles a la oración en la mezquita, sin detalles ocasionales, si era mañana o mediodía, o si estaba poniéndose el sol, porque, ciertamente, en su opinión, el menudo pormenor no importaría a la historia, sólo que quedase el lector sabiendo que el autor conocía de las cosas de aquel tiempo lo bastante para hacer de ellas responsable mención. Y esto le deberíamos agradecer porque su tema, siendo de guerra y de cerco, y por tanto de virilidades superiores, dispensaría bien las delicuescencias de la oración, que es de las situaciones la más sujeta, pues en ella se entrega el rezador sin lucha, rendido por una vez. Aunque, para que no quede sin examen y consideración lo que sería contrario a esta oposición entre oración y guerra, se podría recordar ya aquí, estando el tiempo tan próximo y siendo tantos y tan preclaros los testimonios aún vivos, se podría recordar aquí, repetimos, aquel milagro de Ourique, celebérrimo, cuando Cristo se apareció al rey portugués y éste le gritó, mientras el ejército postrado en el suelo lloraba, A los infieles, Señor, a los infieles, y no a mí, que creo lo que podéis, pero Cristo no quiso aparecerse a los moros, y lástima fue, que en vez de crudelísima batalla podríamos, hoy, registrar en estos anales la conversión maravillosa de los ciento cincuenta mil bárbaros que al fin perdieron allí la vida, un desperdicio de almas que clama al cielo. Es así, que no todo se puede evitar, y nunca a Dios faltamos con nuestros buenos consejos, pero tiene el destino sus leyes inflexibles, y cuántas veces con inesperados y artísticos efectos, como fue este de haber podido aprovechar Camoens el inflamado grito, distribuyéndolo tal cual en dos versos inmortales. Es bien verdad que en la naturaleza nada se crea y nada se pierde, todo se aprovecha.