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Cuando entró en el comedor pequeño, se encontró con el conde. Este estaba de pie ante el ventanal, y parecía consternado. Ethel se paró a observarlo un momento. Era el hombre más guapo que había visto en su vida; era como si aquella tez pálida, iluminada por la tenue luz invernal, estuviese cincelada en mármol blanco. Tenía la mandíbula cuadrada, los pómulos prominentes y la nariz griega. Su cabello era negro y los ojos verdes, una combinación poco frecuente. No llevaba barba ni bigote, ni siquiera patillas. Con una cara tan hermosa como esa, pensó Ethel, ¿para qué taparla con pelo?

Él la sorprendió mirándolo.

– Acabo de saber que al rey le gusta tener cestos de naranjas en la habitación – exclamó -. ¡Y no hay una maldita naranja en toda la casa!

Ethel frunció el ceño. Ni uno solo de los tenderos de Aberowen tendría naranjas fuera de temporada, pues sus clientes no podían permitirse semejantes lujos. Ocurriría lo mismo en todas las demás poblaciones de los valles del sur de Gales.

– Si pudiera usar el teléfono, tal vez podría hablar con un par de fruterías de Cardiff – repuso ella -. Puede que tengan naranjas en esta época del año.

– Pero ¿cómo haremos para que nos las manden hasta aquí?

– Les pediré que coloquen una cesta en el tren. – Consultó el reloj que había estado ajustando -. Con un poco de suerte, las naranjas llegarán a la vez que el rey.

– Eso es – dijo él -. Eso es lo que haremos. – La miró directamente -. Eres asombrosa – exclamó -. No estoy seguro de haber conocido alguna vez a una muchacha como tú.

Ethel le sostuvo la mirada. A lo largo de las dos semanas anteriores, él se había dirigido a ella de forma muy similar a aquella, en un tono extremadamente familiar, con cierta intimidad, y eso le había hecho sentir extraña, le había provocado una especie de incómoda euforia, como si algo peligrosamente emocionante estuviese a punto de suceder. Era como ese momento en los cuentos de hadas en el que el príncipe entra en el castillo encantado.

El chirrido de unas ruedas fuera, en el camino de entrada, rompió el hechizo. Se oyó una voz familiar.

– ¡Peel! ¡Cuánto me alegro de verte!

Fitz miró por la ventana e hizo una mueca.

– ¡Oh, no! – exclamó -. ¡Es mi hermana!

– Bienvenida a casa, lady Maud – repuso la voz de Peel -, aunque lo cierto es que no la esperábamos.

– Al conde se le olvidó invitarme, pero he venido de todos modos.

Ethel contuvo una sonrisa. Fitz adoraba a su díscola hermanita, pero le resultaba difícil tratar con ella. Sus opiniones políticas eran alarmantemente liberales: era una sufragista, una activa militante del movimiento que propugnaba la concesión del voto a la mujer. A Ethel, Maud le parecía maravillosa, justo la clase de mujer independiente que a ella le habría gustado ser.

Fitz salió del comedor y Ethel lo siguió al salón, una estancia imponente decorada con el estilo gótico por el que tanta predilección sentían los victorianos como el padre de Fitz: revestimientos de madera oscura, papel de pared con abundantes motivos ornamentales y sillas de madera de roble labradas como si fueran tronos medievales. Maud ya estaba entrando por la puerta.

– Fitz, querido, ¿cómo estás? – lo saludó.

Maud era alta como su hermano, y ambos guardaban un gran parecido, pero las facciones cinceladas que hacían que el conde evocase la estatua de un dios no resultaban tan favorecedoras en el rostro de una mujer, por lo que Maud era más bien atractiva, en lugar de verdaderamente guapa. Contradiciendo la fama de anticuadas en la forma de vestir de las feministas, la joven iba ataviada según los cánones de la última moda, y llevaba una falda larga de tubo encima de unos botines abotonados, un abrigo de color azul marino con cinturón ancho y puños de varios botones, y un sombrero con una pluma clavada en la parte delantera como si fuera una bandera de regimiento.

La acompañaba tía Herm. Lady Hermia era la otra tía de Fitz. A diferencia de su hermana, que se había casado con un duque rico, Herm había contraído matrimonio con un barón despilfarrador que murió joven y en la ruina más absoluta. Diez años antes, cuando los padres de Fitz y Maud fallecieron en un intervalo de escasos meses, tía Herm se fue a vivir con ellos para cuidar principalmente de Maud, quien a la sazón tenía trece años, y aún seguía ejerciendo de señora de compañía de la joven, sin tener sobre esta ni sobre sus actos ninguna clase de autoridad.

– ¿Qué haces aquí? – le preguntó Fitz a Maud.

– Ya te dije que no le iba a hacer ninguna gracia – murmuró tía Herm.

– No podía faltar a la visita del rey – contestó Maud -. Habría sido una falta de respeto.

– No quiero que le hables al rey sobre los derechos de las mujeres – replicó Fitz con un deje de exasperación.

Ethel no creía que el conde tuviese razones para preocuparse. Pese al radicalismo de las ideas políticas de Maud, sabía cómo coquetear y apelar a la vanidad de los hombres poderosos, y era capaz de meterse en el bolsillo incluso a los amigos más conservadores de Fitz.

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