Читаем La Caída De Los Gigantes полностью

– Toma mi abrigo, por favor, Morrison – dijo Maud. Se desabrochó los botones y se volvió para que el lacayo la ayudara a quitárselo -. Hola, Williams, ¿cómo estás? – le preguntó a Ethel.

– Bienvenida, milady – respondió la muchacha -. ¿Desea ocupar la Suite Gardenia?

– Sí, gracias. Me encantan esas vistas.

– ¿Querrá almorzar mientras le preparo la habitación?

– Sí, por favor, me muero de hambre.

– Hoy lo estamos sirviendo al estilo club, señora, puesto que los invitados están llegando en momentos distintos.

El llamado «estilo club» hacía referencia a que se servía el almuerzo a los invitados a medida que iban entrando, como en los comedores de los clubes de caballeros o en un restaurante, en lugar de servirlo a todos los comensales a la vez. Ese día el almuerzo era más bien modesto: sopa india con especias, fiambres y pescado ahumado, trucha rellena, chuletas de cordero y un surtido de postres y quesos.

Ethel sujetó la puerta y siguió a Maud y a tía Herm al comedor principal. Los primos Von Ulrich ya estaban almorzando. Walter von Ulrich, el más joven, era un hombre apuesto y encantador, y parecía entusiasmado de estar en Ty Gwyn, mientras que Robert, por el contrario, era más quisquilloso: había enderezado el cuadro del castillo de Cardiff colgado en la pared, había pedido más almohadones y había descubierto que el tintero de su escritorio estaba seco, un descuido que hizo que Ethel se preguntase, inquieta, qué otros detalles podía haber pasado por alto.

Ambos se levantaron cuando entraron las damas. Maud se fue directa a Walter y exclamó:

– ¡Estás exactamente igual que cuando tenías dieciocho años! ¿Te acuerdas de mí?

Al joven se le iluminó el rostro.

– Pues claro, aunque debo decir que tú sí que has cambiado desde que tenías trece…

Ambos se estrecharon la mano y luego Maud le dio sendos besos en las mejillas, como si fueran parientes.

– Estaba completamente loca por ti a esa edad – confesó con asombrosa sinceridad.

Walter sonrió.

– Tú a mí también me tenías robado el corazón.

– ¡Pero si siempre te comportabas como si tuviera la peste!

– Tenía que disimular mis sentimientos delante de Fitz, que te protegía como un perro guardián.

Tía Herm se puso a toser, indicando de ese modo su desaprobación ante aquel arrebato de intimidad.

– Tía, te presento a herr Walter von Ulrich, un viejo compañero de escuela de Fitz que venía aquí en vacaciones. Ahora trabaja en el cuerpo diplomático de la embajada alemana en Londres.

– Les presento a mi primo, el Graf Robert von Ulrich. – Ethel sabía que Graf era el término en alemán que designaba a los condes -. Es agregado militar de la embajada austríaca.

En realidad eran primos segundos, le había explicado Peel en tono de confidencia a Ethel: los abuelos de ambos eran hermanos, el menor de los cuales se casó con una rica heredera alemana y abandonó Viena para irse a vivir a Berlín, razón por la que Walter era alemán, mientras que Robert era austríaco. A Peel le gustaba dejar esa clase de cosas muy claras.

Todos se sentaron. Ethel retiró la silla de tía Herm.

– ¿Quiere un poco de sopa de especias, lady Hermia? – le preguntó.

– Sí, por favor, Williams.

Ethel le hizo una seña a un lacayo, quien se dirigió al aparador donde se hallaba la sopa, en un recipiente especial para que no se enfriara. Tras comprobar que las recién llegadas se hallaban a gusto, Ethel desapareció discretamente para preparar sus habitaciones. Cuando cerraba la puerta a su espalda, oyó decir a Walter von Ulrich:

– Me acuerdo de lo mucho que te gustaba la música, Maud. Justo estábamos hablando del ballet ruso. ¿Qué opinas de Diaguilev?

No había muchos hombres que preguntasen a una mujer su parecer. Eso le gustaría a Maud. Mientras Ethel se apresuraba a bajar los escalones para ir en busca de dos doncellas que hiciesen las habitaciones, pensó: «Ese alemán es todo un encanto».

El Salón Escultórico de Ty Gwyn era una antesala del comedor, y los invitados solían reunirse allí antes de la cena. Fitz no sentía un gran interés por el arte, pues en realidad, todas aquellas piezas las había reunido su abuelo, pero las esculturas daban a sus huéspedes algo de qué hablar mientras aguardaban el momento de la cena.

Al tiempo que conversaba con su tía, la duquesa, Fitz miró angustiado a su alrededor a los hombres vestidos de rigurosa etiqueta y a las mujeres con sus vestidos escotados y sus tiaras. El protocolo exigía que todos los invitados estuviesen presentes en la sala antes de que el rey y la reina hiciesen su entrada. Pero ¿dónde estaba Maud? ¿No iría a provocar un incidente? No, ahí estaba, con un traje de seda púrpura y con los diamantes de su madre, charlando animadamente con Walter von Ulrich.

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