Читаем La Caída De Los Gigantes полностью

Bea estaba en su elemento. Iba vestida de forma arrebatadora en seda rosa y, con un efecto perfectamente estudiado, sus tirabuzones rubios parecían un tanto alborotados, como si acabase de interrumpir un beso ilícito. Conversaba animadamente con el rey. Intuyendo que las charlas superficiales no eran del agrado de Jorge V, la princesa estaba contándole cómo Pedro el Grande había creado la armada rusa, y el monarca asentía con gesto de interés genuino.

Peel se asomó por la puerta del comedor con una expresión expectante en el rostro cubierto de pecas. Captó la atención de Fitz y le hizo una señal muy elocuente. Fitz se dirigió a la reina:

– ¿Desea que pasemos a cenar, su majestad?

Ella le ofreció el brazo. Detrás de ellos, el rey entrelazó el suyo con el de Bea y el resto de los comensales formaron parejas conforme al protocolo. Cuando todos estuvieron listos, entraron en el comedor en procesión.

– Qué bonita… – murmuró la reina al ver la mesa.

– Gracias, majestad – contestó Fitz, y exhaló un imperceptible suspiro de alivio.

Bea había hecho un trabajo maravilloso: había tres arañas de luces colgadas a escasa altura encima de la alargada mesa, cuyos reflejos destellaban en las copas de cristal distribuidas en el sitio de cada comensal. La totalidad de la cubertería era de oro, al igual que los saleros y los pimenteros, y aun las minúsculas cerilleras para los fumadores. El mantel blanco estaba cubierto de rosas procedentes del invernadero y, para conferir un último toque espectacular al conjunto, Bea había colocado delicadas hojas de helecho que descendían desde las arañas hasta las pirámides de uvas sobre las bandejas doradas.

Todos tomaron asiento, el obispo bendijo la mesa y Fitz se tranquilizó. Las reuniones que empezaban bien casi siempre transcurrían sin incidencias; por lo general, el vino y la comida hacían que los asistentes estuvieran menos dispuestos a encontrar defectos.

El menú comenzaba con los hors d’oeuvres rusos, un guiño a la tierra natal de Bea: blinis con caviar y nata, tostadas con pescado ahumado, galletitas saladas con arenques en vinagre, todo regado con el champán Perrier-Jouët de 1892, tan delicioso y suave como Peel había prometido. Fitz no apartaba la mirada del mayordomo, y este no le quitaba la vista de encima al rey. En cuanto Su Majestad soltaba los cubiertos, Peel retiraba su plato, y esa era la señal para que los lacayos se llevaran el resto. El comensal que todavía siguiese disfrutando del plato tenía que dejarlo en señal de deferencia.

A continuación, sirvieron la sopa, un pot-au-feu acompañado de un oloroso jerez de Sanlúcar de Barrameda. El pescado era lenguado, regado con un maduro Meursault Charmes que sabía a gloria. Para los medallones de cordero galés, Fitz había escogido el Château Lafite de 1875, pues el de 1870 todavía no estaba listo para su consumo. Siguió corriendo el vino tinto con el parfait de hígado de oca que sirvieron después y con el último plato de carne: hojaldre relleno de codorniz con uvas.

Nadie se comía todo aquello: los hombres seleccionaban lo que les gustaba y hacían caso omiso del resto, mientras que las mujeres picoteaban de uno o dos platos. Muchas de las viandas regresaban a la cocina intactas.

Hubo ensalada, un postre, surtido de aperitivos salados, fruta y petits fours. Finalmente, la princesa Bea alzó una discreta ceja en dirección a la reina, quien respondió con un asentimiento casi imperceptible. Ambas se pusieron en pie, todos los demás las imitaron y las damas abandonaron la sala.

Los hombres volvieron a tomar asiento, los lacayos llevaron cajas de cigarros y Peel depositó un decantador de oporto Ferreira de 1847 a la derecha del rey. Fitz aspiró agradecido el humo de un cigarro. Las cosas habían ido bien. El rey era célebre por su escasa afición a la vida social, pues solo se sentía cómodo entre sus viejos compañeros de sus felices días en la Marina. Sin embargo, aquella noche se había mostrado muy afable y todo había ido como la seda. Hasta las naranjas habían llegado a tiempo.

Fitz había hablado antes con sir Alan Tite, el ayuda de cámara del rey, un oficial retirado que aún lucía anticuadas patillas. Habían acordado que, al día siguiente, el rey dispondría de aproximadamente una hora a solas para departir con cada uno de los hombres sentados a la mesa, todos ellos depositarios de información privilegiada de un gobierno u otro. Aquella noche, Fitz debía romper el hielo entablando una conversación política de carácter general. Carraspeó unos segundos y se dirigió a Walter von Ulrich.

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