– Aunque no sin razón – protestó Robert -. Esa parte del mundo, a la que los británicos llaman los Balcanes, ha formado parte del dominio otomano durante siglos, pero el Imperio otomano se ha desmoronado, y ahora en los Balcanes reina la inestabilidad. El emperador austríaco considera su deber sagrado mantener el orden y la religión cristiana en esa región.
– Es cierto – repuso Walter -, pero también Rusia quiere territorio en los Balcanes.
Fitz se creyó en la obligación de defender al gobierno ruso, quizá a causa de Bea.
– Ellos también tienen buenas razones – dijo -. La mitad de su comercio exterior atraviesa el mar Negro y llega hasta el Mediterráneo a través de los estrechos. Rusia no puede dejar que ninguna otra potencia domine los estrechos anexionándose territorio en los Balcanes orientales. Sería como poner una soga al cuello de la economía rusa.
– Exacto – dijo Walter -. En cuanto al extremo occidental de Europa, Francia alberga la ambición de arrebatarle a Alemania los territorios de Alsacia y Lorena.
En ese momento, el único invitado francés, Jean-Pierre Charlois, estalló indignado.
– ¡Robados a Francia hace cuarenta y tres años!
– No voy a entrar en discusiones acerca de ese punto en concreto – repuso Walter con ánimo conciliador -. Dejémoslo en que los territorios de Alsacia y Lorena fueron anexionados al Imperio alemán en 1871, tras la derrota de Francia en la guerra franco-prusiana. Robado o no, monsieur le compte, convendrá conmigo en que Francia desea recuperar dichos territorios.
– Naturalmente. – El francés se recostó en la silla y tomó un sorbo de su copa de oporto.
Walter retomó su discurso.
– Hasta a Italia le gustaría quitarle a Austria los territorios de Trentino…
– ¡Donde la mayoría de la población habla italiano! – exclamó el signor Falli.
– … además de buena parte de la costa dálmata…
– ¡Que está llena de leones de Venecia, iglesias católicas y columnas romanas!
– … y el Tirol, una provincia con una larga historia de autogobierno, donde la mayor parte de la población habla alemán.
– Pura necesidad estratégica.
– Por supuesto.
Fitz advirtió lo inteligente que había sido Walter. Sin ser descortés, sino discretamente provocador, había azuzado a los representantes de cada nación para que confirmasen, en un lenguaje más o menos beligerante, sus ambiciones territoriales.
En esos momentos, Walter decía:
– Pero ¿qué territorios nuevos está reclamando Alemania? – Miró a su alrededor en la mesa, pero nadie contestó -. Ninguno – repuso en tono triunfal -. ¡Y el único país de Europa, aparte de Alemania, que puede decir lo mismo es Gran Bretaña!
Gus Dewar pasó la botella de oporto y dijo con su acento norteamericano:
– Supongo que tiene razón.
– Entonces – dijo Walter -, ¿por qué, mi viejo amigo Fitz, deberíamos ir a la guerra?
El lunes por la mañana, antes del desayuno, lady Maud mandó llamar a Ethel.
La joven doncella tuvo que contener un suspiro de exasperación, pues estaba extremadamente ocupada. Era temprano, pero el servicio ya llevaba rato trabajando con ahínco. Antes de que los huéspedes se despertaran, había que limpiar las chimeneas, volver a encender todos los fuegos y llenar los cajones para el carbón. Había que ordenar y ventilar los salones principales como el comedor, la sala de estar, la biblioteca, el salón de fumadores y las habitaciones más pequeñas de acceso general. Ethel estaba supervisando las flores de la sala de billar, sustituyendo las que empezaban a marchitarse, cuando la llamaron. Pese a la debilidad que sentía por la hermana de ideas radicales de Fitz, esperaba que Maud no tuviese reservada para ella ninguna tarea especialmente complicada.
Cuando Ethel entró a trabajar en la mansión de Ty Gwyn, a la edad de trece años, la familia Fitzherbert y sus huéspedes eran personajes prácticamente irreales para ella: se le antojaban los protagonistas de algún cuento, o unas tribus extrañas de la Biblia, los hititas tal vez, y lo cierto es que la aterrorizaban. La aterraba pensar en la posibilidad de cometer algún error y perder su trabajo, pero también sentía una gran curiosidad por ver a aquellas extrañas criaturas más de cerca.
Un día, una de las criadas que ayudaba en la cocina le dijo que subiera a la sala de billar y trajera el tántalo. Estaba demasiado nerviosa para preguntar qué era aquello, de modo que fue a la sala y buscó por todas partes, esperando que fuera algo evidente, como una bandeja de platos sucios, pero no vio nada cuyo sitio pudiese estar en la cocina. Ya se le empezaban a saltar las lágrimas cuando Maud entró en la habitación.
Maud era entonces una espigada muchacha de quince años, una mujer vestida con ropa de niña, malhumorada y rebelde. Hasta más tarde no le dio sentido a su vida canalizando toda su rabia y su descontento en una cruzada personal. Sin embargo, a los quince años ya poseía esa compasión inmediata que la hacía sensible a las injusticias y a la opresión.