Читаем La chica del tambor полностью

- En realidad, tal como voluntariamente reconozco ante ti, poco recuerdo de todo lo que te he contado. En realidad, te estoy contando los recuerdos de mis mayores, ya que ésta es la manera en que nuestras tradiciones perviven en el exilio de los campamentos. A medida que pasan las generaciones, nos vemos obligados más y más a vivir nuestra patria al través de los recuerdos de los viejos. Los sionistas te dirán que no teníamos una cultura y que no existíamos. Te dirán que estábamos degenerados, que vivíamos en chozas de adobe y que íbamos cubiertos de apestosos harapos. Te dirán palabra por palabra lo mismo que, en pasados tiempos, los antisemitas decían de los judíos en Europa… La verdad, en ambos casos, es que éramos un pueblo noble.

La oscura cabeza que Charlie tenía ante sí efectuó un movimiento afirmativo, indicando que las dos personalidades estaban de acuerdo en lo tocante a esta última realidad.

- Te cuento nuestra vida campesina, y los muchos intrincados sistemas mediante los cuales se mantenía el comunitario vivir en nuestro pueblo, te cuento la cosecha de la uva, te cuento que la población entera iba a los viñedos, siguiendo las órdenes del mukhtar, mi padre. Te explico que mis hermanos mayores comenzaron su formación en una escuela que vosotros, los ingleses, establecisteis en el Mandato. Te reirás, pero la verdad es que mi padre también creía en los ingleses. Te cuento que en la casa destinada a invitados, en nuestro pueblo, había café caliente a todas horas, de día y de noche, para que nadie dijera que el pueblo era pobre o que nosotros no tratábamos con la debida hospitalidad a los forasteros. ¿Quieres saber qué le ocurrió al caballo de mi abuelo? Lo vendió para comprarse un rifle, con la finalidad de matar sionistas cuando atacaran el pueblo. Pero pasó todo lo contrario: los sionistas mataron a tiros a mi abuelo. Y obligaron a mi padre a estar al lado de ellos, de los sionistas, cuando mataron a mi padre. A mi padre, que había tenido fe en ellos.

- ¿Es verdad esto?

- Por supuesto.

Pero Charlie no pudo determinar si la contestación se la había dado Joseph o Michel, y le constaba que quien le contestó quería que no lo supiera.

- Cuando me refiero a la guerra del 48, la llamo «La Catástrofe». Jamás hablo de la guerra, siempre hablo de la Catástrofe. Carecíamos de organización, y no podíamos defendernos del agresor armado. Nuestra cultura se desarrollaba en pequeñas comunidades, todas independientes, y lo mismo cabe decir de nuestra economía. Pero, al igual que los judíos de Europa antes de su holocausto, carecíamos de unidad política, lo cual fue nuestra perdición. Con excesiva frecuencia nuestras pequeñas comunidades peleaban entre sí, lo cual es característico de los árabes, estén donde estén, y quizá también de los judíos. ¿Sabes lo que hicieron los sionistas en mi pueblo, debido a que no huimos, dejándolo abandonado, como hicieron nuestros vecinos?

Charlie no lo sabía, pero ello carecía de importancia debido a que quien le hablaba no le prestaba la menor atención.

- Llenaron de gasolina y explosivos varios barriles, y los soltaron colina abajo, con lo que nuestras mujeres y los niños murieron abrasados. Podría hablarte durante una semana entera, sólo de las torturas a que mi gente ha sido sometida. Manos cortadas. Mujeres violadas y quemadas vivas. Niños cegados.

Una vez más, Charlie examinó profundamente a aquel hombre para saber si realmente creía sus propias palabras. Pero el hombre no le dio clave alguna, como no fuera la de una intensa solemnidad en su expresión, solemnidad que armonizaba bien con cualquiera de sus maneras de ser.

- Ahora, si te murmuro las palabras.Deir Yasseen», ¿sabes lo que te digo, sabes lo que significan?

- No, Michel; jamás las había oído.

Pareció complacido. Dijo:

- Pues en este caso, debes preguntarme. ¿Qué significa Deir Yasseen?

Charlie así lo hizo:

- Por favor, señor, dígame qué significa Deir Yasseen.

- Una vez más te contesto como si lo hubiera visto con mis propios ojos ayer mismo. El día 9 de abril de 1948, en el pequeño pueblo árabe de Deir Yasseen, doscientos cincuenta y cuatro habitantes del pueblo, mujeres, viejos y niños, fueron asesinados por los pelotones terroristas de Sión, mientras los hombres jóvenes trabajaban en los campos. Mujeres preñadas tuvieron que sufrir que asesinaran a sus hijos nonatos, en su propio vientre. La mayoría de los cadáveres fueron arrojados a un pozo. Pocos días después, casi medio millón de palestinos habían huido de su propio país. El pueblo de mi padre fue una excepción. Mi padre dijo: «Nos quedamos aquí, ya que si vamos al exilio, los sionistas jamás nos permitirán volver.» Mi padre incluso creía que vosotros, los ingleses, volveríais para protegernos. No alcanzaba a comprender que vuestras ambiciones imperialistas necesitaban implantar en el Oriente Medio, en el mismísimo corazón del Oriente Medio, un obediente aliado.

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