Читаем La chica del tambor полностью

Charlie había vuelto a coger la mano de Joseph, en esta ocasión con las dos suyas, y la golpeaba suavemente contra la mesa, como si de esta manera quisiera reñirle. Joseph le recordó:

- «Si se puede bombardear a los niños, los niños también pueden luchar.» ¿Y si esa gente coloniza? ¿Qué? ¡Prosigue! Casi sin querer, Charlie repuso:

- Hay que matarla.

- ¿Y si las madres del mundo agresor alimentan a sus hijos para poderles enseñar después a robarnos la tierra y a bombardear a nuestros compatriotas en el exilio?

- En este caso, las madres están en primera línea de fuego, juntamente con sus maridos, Joseph.

- ¿Y qué debemos hacer nosotros?

- Debemos matarlas también. Pero yo no le creí, cuando me contó todo lo que has dicho, y tampoco ahora le creo.

Joseph hizo caso omiso de la protesta de Charlie. Ahora Joseph estaba declarando, en nombre del otro, su eterno amor a Charlie:

- Escucha, por los orificios del negro casco que me había puesto, mientras te transmitía mi mensaje en el curso de la conferencia, observé cómo me mirabas entusiasmada. Observé tu cabeza pelirroja. Tus fuertes y revolucionarias facciones. ¿Y acaso no fue paradójico que, en la primera ocasión en que nos vimos, yo estuviera en el escenario y tú te encontraras entre el público?

- ¡Yo no estaba entusiasmada! Contrariamente, pensaba que te estabas excediendo, y sentía deseos de decírtelo.

Pero Joseph no permitió que Charlie le enmendara la plana:

- Fueran cuales fuesen tus sentimientos en aquella ocasión, ahora, aquí, en el motel de Nottingham, sometida a mi hipnótica influencia modificaste tus recuerdos. Y me dices que, a pesar de no haber podido ver mi cara, mis palabras quedaron para siempre grabadas en tu memoria. ¿Por qué no? ¡Charlie, así consta en la carta que me dirigiste!

Pero Charlie no estaba dispuesta a ceder. No, todavía no. De repente, y por primera vez desde el instante en que Joseph comenzó su relato, Michel se había convertido para Charlie en un ser independiente y vivo. Charlie se dio cuenta de que hasta el presente instante se había servido, inconscientemente, de las facciones de Joseph para dar vida a su imaginario amante, y de la voz de Joseph para dar carácter a sus declamatorias manifestaciones. Pero ahora, igual que una célula que se divide, los dos, hombres eran seres independientes y en contradicción, y Michel había adquirido su propia dimensión en la realidad. Charlie le volvió a ver en la sala de conferencias, con el suelo sin barrer, y con la fotografía de Mao, en viejo papel que ya se curvaba, y con los rayados bancos de escuela. Vio las filas de distintas cabezas con peinados que iban desde el de estilo afro al estilo Jesús, y volvió a ver a Long Al, laciamente sentado, en estado de aburrida embriaguez. Y en el estrado vio la figura aislada e indescifrable del valeroso representante de Palestina, un poco más bajo que Joseph, y quizá un poco más recio, aunque era difícil determinarlo, tal como iba, con su negra máscara, su ancha blusa caqui y su kaffiyeh blanco y negro, aunque ciertamente era más joven y, desde luego, más fanático. Recordó sus labios de pez, con expresión airada, debajo del casco. Se acordó del pañuelo rojo desafiantemente liado al cuello, y las manos enguantadas con las que subrayaba sus palabras y argumentaciones. Principalmente, recordó su voz, que no era gutural, como Charlie había previsto, sino de tono literario y cortés, en macabro contraste con su sanguinario mensaje tan impropio de Joseph. Recordó que se detenía, con el fin de volver a estructurar una frase, impulsado por sus deseos de expresarse con gramatical corrección: «Las armas y el regreso son una misma cosa para nosotros…; es imperialista todo aquel que no nos ayuda en nuestra revolución…, no actuar es apoyar la injusticia.»

En el mismo tono de leve rememoración, Joseph dijo:

- Me enamoré de ti inmediatamente. O, por lo menos, esto es lo que ahora te digo. Tan pronto terminé la conferencia, pregunté quién eras, pero me sentí incapaz de abordarte delante de tanta gente. También me di cuenta de que no podía mostrarte mi rostro, rostro que es una de mis mejores armas, En consecuencia, decidí ir a tu encuentro en el teatro. Hice indagaciones y te localicé en Nottingham. Y allá fui: te amo infinitamente, Michel.

Como si quisiera disculparse, Joseph dio exageradas muestras de preocuparse por el bienestar de Charlie, le llenó el vaso, pidió café, tras preguntarle cómo le gustaba más - resultó ser con un poco de leche-, le preguntó si deseaba ir al lavabo, obteniendo la contestación de que no, gracias. En la pantalla de televisión se veía un boletín de noticias, en el que un sonriente político descendía por la escalerilla de un avión. El político consiguió llegar al suelo, sin contratiempos.

Terminadas estas muestras de solicitud, Joseph miró significativamente a su alrededor, en la taberna, y luego miró a Charlie. A continuación, la voz de Joseph se convirtió en la mismísima esencia del sentido práctico:

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