Читаем La chica del tambor полностью

Charlie tenía la vista fija en un punto situado más allá del cuerpo de Joseph, como si contemplara a un invisible enemigo, pero a pesar de este enfoque visual, Charlie pudo ver que Joseph daba un firme paso hacia ella, y, durante un feliz instante, Charlie pensó que Joseph se disponía a dejarla sin opciones, de una vez para siempre. Pero, contrariamente, Joseph pasó junto a la muchacha, llegó al balcón y abrió las puertas, quizá debido a que quisiera que el zumbido del tránsito ahogara la voz de Charlie.

Fija la vista en el exterior, sin el más leve matiz de emoción en la voz, Joseph dijo: -Todo son desastres. Pregúntame lo que sienten los habitantes de Kiryat Shmonah, cuando los palestinos los bombardean. Pregunta a los habitantes de los kibbutz qué sienten cuando oyen el silbido de los cohetes Katiuska, cuando llegan de cuarenta en cuarenta, mientras esconden a sus hijos en refugios, diciéndoles que sólo se trata de un juego.

Joseph hizo una pausa y emitió un suspiro de aburrimiento, como si ya hubiera oído demasiadas veces sus propias argumentaciones. En tono más práctico, Joseph añadió:

- De todas maneras, la próxima vez que utilices esta argumentación, recuerda que Kissinger es judío. Esto es también impontante en el un tanto primitivo arsenal argumentativo de Michel.

Charlie se llevó los nudillos a la boca y descubrió que estaba llorando. Joseph se acercó y se sentó a su lado, en la cama, y Charlie esperó que le pusiera el brazo alrededor de los hombros, o que le ofreciera sabias razones una vez más, o, sencillamente, que la poseyera, que era lo que más hubiera gustado a Charlie. Pero Joseph no hizo ninguna de estas cosas. Se limitó a dejarla llorar, hasta que, poco a poco, Charlie tuvo la falsa impresión de que Joseph había acoplado su humor al de ella, y que los dos lloraban juntos. Con mucha mayor eficacia que las palabras, el silencio de Joseph causaba la impresión de mitigar lo que los dos tenían que hacer. Durante largo tiempo, durante lo que pareció siglos, estuvieron los dos así, sentados el uno al lado del otro, hasta que Charlie permitió que su sensación de ahogo se desvaneciera en un suspiro de agotamiento. Pero no por ello Joseph se movió, ni hacia ella, ni alejándose de ella.

Desesperada y cogiendo una vez más la mano de Joseph, Charlie dijo: -Joseph, ¿quién diablos eres? ¿Qué sientes en el interior de este laberíntico amasijo de alambre de espino?

Charlie levantó la cabeza y comenzó a prestar atención a los sonidos producidos por otros seres en las habitaciones vecinas. Oyó los suplicantes vagidos de un niño insomne. Oyó una estridente discusión conyugal. Y también oyó el sonido de pasos en el balcón. Volvió la vista y vio a Rachel, vestida con mono de deporte, de tela de rizo, armada con una bolsa para el tocador y un termo, y de esta guisa penetraba en el dormitorio.

Charlie yacía despierta, tan agotada que no podía conciliar el sueño. Nottingham jamás fue así. Del cuarto contiguo llegaba el apagado sonido de una voz que hablaba por teléfono, y a Charlie le pareció reconocer aquella voz. Charlie yacía en brazos de Michel. Charlie yacía en brazos de Joseph. Charlie añoraba a Al. Charlie se encontraba en Nottingham con el amor de su vida. Charlie se encontraba a salvo en su propia cama en Camden, y también se hallaba aún en el cuarto que su maldita madre todavía llamaba el cuarto de los niños. Charlie yacía tal como había yacido el día en que su caballo la derribó, contemplando la película de su vida y explorando su mente tal como había explorado dubitativamente su propio cuerpo, miembro a miembro, para saber si había padecido lesiones. A kilómetros de distancia, al otro lado de la cama, Rachel leía una obra de Thomas Hardy, en edición de bolsillo, a la luz de una menuda lamparilla.

Charlie preguntó:

- ¿A quién tiene, Rachel? ¿Quién le zurce los calcetines y le limpia las pipas?

- Mejor será que se lo preguntes a él, querida.

- ¿Eres tú?

- Daría mal resultado. A la larga daría mal resultado, ¿no crees?

Medio adormilada, Charlie intentaba descifrar el enigma de aquel hombre. Dijo:

- ¿Ha sido un luchador, no es cierto?

Muy satisfecha, Rachel repuso:

- El mejor. Y todavía lo es.

- ¿Y cómo encontraba las ocasiones de luchar?

Sin dejar de estar inmersa en la lectura de su libro, Rachel con-testó:

- Los demás se las proporcionaban.

Charlie decidió formular una pregunta audaz:

- ¿Tuvo esposa, en otros tiempos? ¿Qué fue de ella? Rachel repuso:

- Lo siento mucho. Mil perdones, querida.

Haciendo caso omiso de la chasqueante contestación, Charlie musitó: -¿Y esta esposa se tiró por la ventana o la empujaron? Da igual. Pobre tía, seguramente tenía que comportarse como seis camaleones, sólo para ir en autobús con él. Charlie se quedó inmóvil durante un rato. Luego preguntó:

- ¿Y cómo te metiste en este lío, Rachel?

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