Читаем La chica del tambor полностью

Según fuera su nacionalidad y su rango, algunos maridos ya habían partido para el trabajo, pero los diplomáticos no son más que clisés de sí mismos. Por ejemplo, un melancólico consejero escandinavo seguía en cama, afectado por una resaca producida por un estrés marital. Un encargado de negocios suramericano, con redecilla en el pelo y ataviado con un kimono de seda china, recuerdo de una visita a Pekín, estaba asomado a la ventana, dando la lista de la compra a su chófer filipino. El italiano se afeitaba, aunque desnudo. Le gustaba afeitarse después de bañarse, aunque antes de hacer los ejercicios gimnásticos cotidianos. Su esposa, totalmente vestida, se encontraba en la planta baja regañando a su contumaz hija por regresar tarde a casa la noche anterior, diálogo que las dos gozaban todas las mañanas de la semana. El enviado de la Costa del Marfil sostenía una conferencia telefónica internacional, informando a sus jefes de los últimos esfuerzos que había realizado para extraer ayuda para el desarrollo al gobierno alemán, de día en día más remiso a darla. Cuando la comunicación se interrumpió, los políticos de la Costa del Marfil creyeron que su enviado les había colgado el aparato, y le mandaron un ácido telegrama en el que le preguntaban si quería dimitir. El agregado laboral de Israel se había ido hacía más de una hora. No se encontraba cómodo en Bonn y trabajaba, en la medida de lo posible, según el horario de Jerusalén. Justificaba este horario con varios chistes raciales, bastante tontos, acerca de la realidad y la muerte.

Siempre que estalla una bomba se produce algún que otro milagro, en este caso el autor del milagro fue el autobús de la escuela norteamericana que, después de recoger a los escolares, se había ya ido, llevándose a la mayoría de los niños de la comunidad que todos los días de colegio esperaban el vehículo en una plazuela que se hallaba a menos de cincuenta metros del lugar del estallido. Por providencial designio, ninguno de los niños había olvidado en casa los deberes escolares, ninguno había dormido más de la cuenta, y ninguno había mostrado resistencia a ser educado, en aquel lunes por la mañana, por lo que el autobús partió con toda puntualidad. Los vidrios de la parte trasera del autobús se rompieron, el conductor no pudo evitar que el autobús se pusiera de lado, una niña francesa perdió un ojo, pero, en términos generales, los niños se salieron de rositas, lo que, después, se consideró un hecho digno de celebración. Sí, ya que ello es también una característica propia de esas explosiones, o, por lo menos, de los momentos inmediato posteriores: se siente, comunitariamente, la loca necesidad de agasajar a los supervivientes, en vez de perder el tiempo llorando a los muertos. En esos casos, el verdadero dolor surge cuando se desvanece el susto inicial, lo que ocurre varias horas después, aunque a veces no tarda tanto.

Перейти на страницу:

Похожие книги