Si hubieran sido otros los que llegaban a Alemania, Alexis no se hubiera tomado la molestia de ir al aeropuerto -la prensa no se iba a ocupar del acontecimiento-, pero las relaciones entre la República Federal e Israel estaban pasando por un bache, por lo que Alexis se plegó a las presiones del ministerio y fue al aeropuerto. En contra de sus deseos, a última hora le impusieron la cargante compañía de un policía de lentos modales, de la Silesia, y procedente de Hamburgo, que era hombre de confesadas ideas conservadoras, y que había adquirido prestigio en el campo de «control de estudiantes», en los años setenta, y al que se consideraba un experto en bombas y en quienes las ponen. Otra excusa de la presencia de este policía era que, decían, se llevaba bien con los israelitas, a pesar de que Alexis, al igual que todo el mundo, sabía que la función del policía no era otra que la de ser el contrapeso del propio Alexis. Más importante todavía, en la tensa atmósfera imperante, tanto Alexis como el de la Silesia, eran unbelastet, lo cual significa que ninguno de los dos tenía la edad suficiente para que se les atribuyese la más remota responsabilidad en aquello que los alemanes denominan tristemente su irredento pasado. Fuera lo que fuese aquello que ahora se hiciera contra los judíos, Alexis y su poco deseado acompañante, el de la Silesia, no hicieron nada siquiera parecido, en pasados tiempos. Y, para mayor garantía, tampoco lo hizo Alexis padre. La prensa, debidamente orientada por Alexis, destacó todo lo anterior. Sólo un editorial insinuó que mientras los israelitas insistieran en bombardear indiscriminadamente pueblos y campos de refugiados palestinos, y matando, no a un niño, sino a docenas de niños a la vez, tendrían que tener en consideración la posibilidad de esta clase de bárbara represalia. El día siguiente, el periódico en cuestión publicó a toda prisa una contestación ardiente a más no poder, aunque un tanto confusa, debida al agregado de prensa de la embajada de Israel. El agregado de prensa escribía que el estado de Israel había sido, desde 1961, objeto de constantes ataques del terrorismo árabe. Si les dejaran en paz, los israelitas no matarían ni a un solo palestino, en lugar alguno. Gabriel había muerto por una sola razón: la de ser judío. Y los alemanes quizá recordaran que Gabriel no era un caso único.
El director del periódico dio por terminada la polémica, y se tomó un día de descanso.
Un avión de las fuerzas aéreas israelitas, sin distintivos que pudieran identificarle en cuanto a tal, procedente de Tel Aviv, aterrizó en el extremo del aeropuerto, se prescindió de todo género de formalismos administrativos, y comenzó inmediatamente la colaboración, que fue un trabajo incesante, noche y día. Alexis había recibido severas órdenes de no negar nada a los israelitas, aunque estas órdenes eran superfluas ya que Alexis era un philosemitisch harto conocido. Alexis había efectuado su obligatoria visita de amistad a Tel Aviv, y había sido fotografiado, baja la cabeza, en el Museo del Holocausto. En cuanto al lento hombre de la Silesia, tal como él mismo jamás se cansaba de recordar a cuantos quisieran escucharle, las dos partes interesadas iban a la caza del mismo enemigo. O sea, los rojos, claro está. En el cuarto día de trabajo, a pesar de que muchas investigaciones estaban aún pendientes, la mentada comisión conjunta había trazado un convincente cuadro preliminar de lo ocurrido.
En primer lugar, se llegó unánimemente a la conclusión de que no se había establecido servicio alguno de vigilancia especial en la casa objeto del atentado, y también se concluyó que en los acuerdos entre la embajada y las autoridades de Bonn no se establecía que la casa tuviera que ser vigilada. La residencia del embajador de Israel, situada tres manzanas más allá, estaba vigilada las veinticuatro horas del día. Una verde camioneta de la policía estaba de guardia ante la embajada, parejas de jóvenes centinelas, tan jóvenes que no podían estar preocupados por las históricas paradojas de su presencia, patrullaban por los jardines, armados con metralletas. El embajador también gozaba de un automóvil acorazado y de una escolta policial que acompañaba al automóvil. A fin de cuentas era embajador y judío, por lo que necesitaba doble protección. Pero un simple agregado laboral ya era harina de otro costal y, por otra parte, tampoco hace falta exagerar. La casa del agregado laboral se hallaba bajo la general protección de la patrulla móvil diplomática, y sólo cabe añadir que, por ser el hogar de una familia israelita, era objeto de especial vigilancia, cual lo demostraban los libros de la policía. Para mayor precaución, las señas de las casas en que vivían los funcionarios diplomáticos israelitas no figuraban en las listas oficiales del cuerpo diplomático, con el fin de evitar actuaciones impulsivas, en unos tiempos en que Israel no gozaba de grandes simpatías. Políticamente hablando, claro está.