Acababan de tocar las ocho de la mañana de aquel aciago lunes cuando el agregado laboral abrió la puerta del garaje de su casa y, como de costumbre, inspeccionó los tapacubos de su automóvil, así como la parte inferior del chasis, con la ayuda de un espejo unido a un palo de escoba, aparato que le habían entregado a este fin. El tío de su esposa, que se disponía a viajar con él, confirmó estos extremos. El agregado, antes de darle a la llave del contacto, miró debajo del asiento del conductor. Desde que comenzaron los atentados mediante bombas, estas precauciones eran obligatorias para todos los funcionarios israelitas destinados en países extranjeros. El agregado sabía, igual que todos sabían, que para rellenar de material explosivo un normal tapacubos bastan cuarenta segundos, y que para deslizar una bombita debajo del tanque de gasolina bastan menos segundos todavía. También sabía, al igual que todos sabían, ya que se lo habían metido en la cabeza cuando tardíamente le dieron un cargo diplomático, que era mucha la gente dispuesta a hacerle volar por los aires. Además, leía los periódicos. Seguro de que el automóvil no ofrecía riesgos, se despidió de su mujer y de su hijo, y se dirigió a su trabajo.
En segundo lugar, la chica au pair de la familia, una sueca de impecable historial llamada Elke, el día anterior había comenzado una semana de vacaciones en el Westerwald, con su igualmente impecable novio alemán, Wolf, que gozaba de unos días de permiso que le había concedido la Bundeswehr. Wolf había recogido a Elke el domingo por la tarde, en su Volkswagen rojo, y todas las personas que pasaron ante la casa y las que la vigilaban vieron a Elke en el momento en que salió por la puerta principal vestida para el viaje, y vieron cómo se despedía con un beso del pequeño Gabriel, y se alejaba agitando alegremente la mano en dirección al agregado laboral, quien se encontraba ante la puerta para despedir a Elke, mientras su esposa, apasionada cultivadora de verduras, proseguía sus trabajos en el huerto trasero. Elke va llevaba más de un año con la familia y, dicho sea en palabras del agregado comercial, era como un querido miembro más de la familia.
Estos dos factores, o sea, la ausencia de la amada muchacha au pair y la ausencia de vigilancia policial, hicieron posible el atentado. Y el factor que decidió el éxito del atentado fue la fatal dulzura de carácter del propio agregado laboral.
A las seis de la tarde de aquel mismo domingo, dos horas después de que Elke se fuera, mientras el agregado cultural sostenía una difícil conversación religiosa con su tío e invitado y mientras su esposa cultivaba nostálgicamente tierra alemana, sonó el timbre de la puerta principal. Un timbrazo. Como de costumbre el agregado cultural pegó el ojo a la mirilla antes de abrir. Como de costumbre, empuñó el revólver reglamentario mientras miraba, a pesar de que teóricamente las restricciones locales le prohibían la tenencia de armas de fuego. Pero al través de la mirilla sólo vio a una muchacha rubia de unos veintiuno o veintidós años de edad, de aspecto frágil y atractivo, en pie, junto a una usada maleta gris, con tarjetas de una compañía de aviación escandinava atadas al asa. Un taxi -¿o se trataba acaso de un coche privado?- la esperaba en la calle, a su espalda, y el agregado laboral oyó claramente que el vehículo tenía el motor en marcha. Si, sin la menor duda. Incluso tuvo la impresión de oír el sonido propio de una bujía que no funcionaba debidamente, pero esto lo dijo más tarde, cuando ya se agarraba a un clavo ardiendo. A juzgar por la manera en que el agregado la describió, la muchacha era realmente atractiva, etérea y deportiva al mismo tiempo, con veraniegas pecas, Sornmersprossen, alrededor de la nariz. En vez de ir vulgarmente uniformada con tejanos y blusa, llevaba un discreto vestido azul, abrochado hasta el cuello, un pañuelo de seda al cuello, blanco o de color crema, que resaltaba su cabello rubio. Y la muchacha, tal como confesó el agregado en la primera y conmovedora entrevista, impresionó muy favorablemente, por su sencilla respetabilidad, al agregado. En consecuencia, después de devolver el revólver reglamentario al cajón superior de la cómoda, el agregado abrió la puerta y sonrió a la muchacha, debido a que ésta era encantadora y el agregado era tímido y corpulento.
Todo lo anterior lo dijo en el primer interrogatorio. El talmúdico tío nada vio y nada oyó. En cuanto a testigo, el tío fue un perfecto inútil. Al parecer, tan pronto se quedó solo se sumergió en el estudio de un comentario del Mishna, siguiendo la norma de jamás perder ni un minuto.