Читаем La chica del tambor полностью

Nadie, entre los que se hallaban cerca, recordaba el ruido de la bomba. Al otro lado del río, en Kónigswinter, todos oyeron un estruendo propio de una guerra mundial, y todos salieron a la calle, estremecidos, medio sordos, y dirigiéndose sonrisas de cómplices en la supervivencia. Se decían que, teniendo en consideración la presencia de aquellos malditos diplomáticos, ¿qué otra cosa cabía esperar? Más valdría mandarlos a todos a Berlín, en donde podrían gastar tranquilamente el dinero de los impuestos. Pero quienes se hallaban cerca de la explosión nada oyeron, al principio. Sólo pudieron hablar, en el caso de que hablar pudieran, del estremecimiento del pavimento, de una chimenea que se levantó silenciosamente en el aire abandonando un tejado para ir a parar a la carretera, del ventarrón que hizo temblar las casas, de que sintieron que la piel del cuerpo se les tensaba, de que cayeron derribados al suelo, de que las flores saltaron de los jarrones y los jarrones se estrellaron contra las paredes. Recordaban muy bien el sonido de vidrios rompiéndose, y el tímido murmullo de las jóvenes hojas al caer al suelo. Y los maullidos de personas que estaban tan asustadas que ni gritar podían. En realidad estaban todos con los sentidos tan alterados que poco se fijaron en los sonidos. También hubo varios testigos que hicieron referencia al ruido del aparato de radio en la cocina del consejero francés, radio que difundía una receta culinaria. Una ama de casa, considerándose mujer racional, preguntó a la policía si era posible que el estallido de la bomba hubiera producido el efecto de aumentar el volumen de la mentada radio. Los policías contestaron dulcemente, mientras se llevaban a esta señora envuelta en una manta, que en una explosión todo es posible, pero que, en este caso, la explicación era diferente. Al romperse todos los vidrios de todas las ventanas de la casa del consejero francés, y al no haber en la casa persona alguna en situación de bajar el volumen de la radio, nada pudo impedir que el sonido de la radio pasara directamente a la calle. Pero la señora no llegó a comprender del todo esta explicación.

Como es natural, poco tardaron en llegar los representantes de la prensa, intentando atravesar los cordones policiales, y los primeros y entusiastas reportajes mataron a ocho e hirieron a treinta, atribuyendo toda la culpa a una excéntrica organización alemana de derechas denominada Nihelungen 5, formada por dos muchachos retrasados mentales y un viejo loco, incapaces de hacer estallar un globo. Al mediodía, los periodistas ya se habían visto obligados a rebajar la cifra de muertos a cinco, uno de ellos israelita, a dejar la cifra de heridos graves en cuatro, habiendo doce más en el hospital, por diversas causas, y hablaban de las Brigadas Rojas italianas, de lo cual, una vez más, no había ni el más leve indicio. El día siguiente, los periodistas volvieron a cambiar de opinión y atribuyeron la hazaña a Septiembre Negro. En el día inmediato siguiente, un grupo que dijo llamarse «Agonía Palestina» se atribuyó los méritos, y, al mismo tiempo, también reivindicó convincentemente anteriores explosiones. Y el nombre de «Agonía Palestina» arraigó, a pesar de que antes cabía atribuir estas palabras al acto cometido que considerarlas nombre adecuado de quienes lo habían cometido. El caso es que de agonía palestina se habló, ya que estas palabras se hallaron en el titular de muchos pesados artículos de fondo que al respecto se publicaron.

Entre los no-judios que murieron se encontraba la siciliana cocinera del diplomático italiano, así como su chófer filipino. Entre los cuatro heridos se encontraba la esposa del agregado laboral israelita, en cuya casa había estallado la bomba. La señora perdió una pierna. El israelita muerto era el hijo de corta edad de este matrimonio, llamado Gabriel. Pero, cual se llegó a la general conclusión, el blanco del atentado no era ninguna de las personas mentadas, sino un tío de la herida esposa del agregado cultural, tío que estaba de visita, procedente de Tel Aviv. Este señor, dedicado a estudios talmúdicos, gozaba de cierta reputación en méritos de sus opiniones un tanto duras en lo tocante a los derechos de los palestinos de la orilla occidental. En otras palabras, dicho señor estimaba que tales palestinos no tenían derecho alguno, lo cual decía en voz alta y fuerte, muy a menudo, desafiando abiertamente el parecer de su sobrina, la esposa del agregado laboral, que pertenecía a la izquierda liberada de Israel, y cuya educación en un kibbutz no la había preparado para el riguroso lujo de la vida diplomática.

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