El resto del apartamento era aireado, pero, al igual que la Ciudad Olímpica, terriblemente tronado. Las ventanas del norte ofrecían un triste panorama de la carretera que llevaba a Dachau, en donde tantos judíos murieron en su campo de concentración, paradoja que todos los presentes advirtieron, y tanto más por cuanto la policía bávara, con una falta de sensibilidad aterradora, había alojado a su unidad móvil en el antiguo cuartel que allí había. Los dos hombres podían indicar a Kurtz el mismísimo lugar, más cercano, en el que, en la más reciente historia, los comandos palestinos habían penetrado en el alojamiento de los atletas israelitas, matando de inmediato a algunos y llevándose al resto al aeropuerto militar, en donde también los mataron. En el piso contiguo, dijeron a Kurtz, había una comuna estudiantil, en el piso inferior nadie vivía, por el momento, debido a que la última inquilina se había suicidado. Después de haber paseado lentamente por todo el piso, y de haber estudiado todas las entradas y salidas posibles, Kurtz decidió que también debía alquilar el piso inferior, y el mismo día llamó por teléfono a un abogado de Nuremberg encargándole formalizara el contrato. Los muchachos de Kurtz habían adquirido aspecto de seres flojos e ineficaces, y uno de ellos, el joven Oded, se había dejado la barba. Sus pasaportes decían que eran de nacionalidad argentina y fotógrafos de profesión, aunque nadie sabía qué clase de fotógrafos, lo cual, a su vez, a nadie importaba. Dijeron a Kurtz que, a veces, con la finalidad de causar impresión de natural irregularidad, anunciaban a los vecinos que se disponían a celebrar una fiesta que duraría hasta muy avanzada la noche, fiesta que sólo se advertía con méritos de la música y de las botellas vacías en el cubo de la basura. Pero en realidad nadie había entrado en el piso, salvo el enlace del otro equipo. No, ni invita-dos, ni visitantes, ni nadie. En cuanto a mujeres, nada. Con el panorama que se divisaba desde las ventanas, se habían quitado a las mujeres de la cabeza hasta que regresaran a Jerusalén.
Después de haber dado parte de lo anterior y de mucho más a Kurtz, y de comentar asuntos tales como la necesidad de transporte extra, los gastos de las operaciones, y después de estudiar si sería conveniente o no poner argollas de hierro en las acolchadas paredes del laboratorio -Kurtz era partidario de hacerlo-, llevaron a Kurtz, a petición de éste, a dar un paseo y a lo que Kurtz llamaba tomar un poco el agradable fresco. Anduvieron por entre las sórdidas calles en que vivían los estudiantes, se detuvieron en una escuela de cerámica, en una escuela de carpintería, y en un lugar que se enorgullecía de ser la primera escuela de natación del mundo para niños de muy corta edad. Leyeron también las pintadas anarquistas en las coloridas puertas de las casitas. Así estuvieron hasta que inevitablemente, en méritos de la ley de gravedad, se encontraron ante la malhadada casa en que, casi exactamente diez años antes, se produjo aquel ataque contra los muchachos israelitas que estremeció al mundo. Una Lápida de piedra, grabada en hebreo y en alemán, recordaba a los once muertos. Once u once mil, igual daba, por cuanto sus comunes sentimientos de indignación serían iguales en uno u otro caso.
Mientras regresaban discretamente a la camioneta, Kurtz dijo, sin necesidad alguna, refiriéndose a los jóvenes muertos: -Recordadlo.