En su amada diáspora, cuando no en Jerusalén, el elenco de colaboradores de Kurtz era increíble. Sólo en Londres, Kurtz había conseguido, sin alterar ni un instante su sonrisa, la colaboración de venerables marchantes de arte, aspirantes a magnates del cine, insignificantes dueñas de casas de huéspedes del East End, vendedores de ropas, vendedores de automóviles de dudosa reputación, grandes empresas de la City… También fue diversas veces al teatro, en una ocasión en las afueras de la capital, pero siempre vio la misma función, y llevó consigo a un diplomático israelita con funciones culturales, aunque muy poco cultural fue el tema de que trataron. En Camden Town, comió dos veces en un humilde restaurante para transportistas atendido por un grupo de indios de Goa. En Frognal, un par de millas al noroeste, inspeccionó una apartada mansión victoriana llamada «The Acre», y la declaró ideal para satisfacer sus necesidades. Pero se trataba solamente de una posibilidad de llegar a un acuerdo, dijo a los excesivamente propicios propietarios. No llegaremos a un acuerdo si nuestros negocios no nos conducen aquí. Los propietarios aceptaron la condición. Lo aceptaron todo. Estaban orgullosos de que les hubieran hecho una propuesta, y estar al servicio de Israel representaba para ellos una delicia, incluso en el caso de que ello comportara irse a su casa de Marlow durante unos meses. ¿Acaso no tenían un apartamento en Jerusalén, que utilizaban para visitar a su familia y amigos en Pascua, después de pasar dos semanas de mar y de sol en Eilat? ¿Y acaso no estaban considerando con toda seriedad la posibilidad de ir a vivir a Israel con carácter definitivo, aun cuando para ello esperaban que sus hijos hubieran superado la edad del servicio militar y que la tasa de inflación se hubiera estabilizado? Pero, por otra parte, siempre les cabía la posibilidad de vivir en Hampstead. O en Marlow. Entretanto mandarían a Kurtz todo lo que les pidiera, harían todo lo que quisiera, sin esperar nada a cambio, y sin decir nada a nadie.
En las embajadas, los consulados y las legaciones que encontraba a su paso, Kurtz se mantenía al tanto de las intrigas y acontecimientos de su país, y de los progresos que hacía su gente en otras partes del globo. Durante los viajes en avión mantenía su familiaridad con todo género de literatura radical revolucionaria. El flaco y pálido sacasillas, cuyo verdadero nombre era Shimon Litvak, conservaba una selección de esta literatura en su barata cartera de hombre de negocios, y se la entregaba a su jefe en los momentos más inoportunos. En la tendencia dura tenía a Fanon, Guevara y Marighella. En la tendencia blanda tenía a Debray, Sartre y Marcuse. Tampoco faltaban las dulces almas que escribían principalmente sobre las crueldades de la educación en las sociedades de consumo, sobre los horrores de la religión, y el mortal encogimiento del espíritu entre los niños de las sociedades capitalistas. Cuando se encontraba en Jerusalén o en Tel Aviv, en donde tales debates no son desconocidos, Kurtz guardaba silencio, hablaba con sus colaboradores, esquivaba rivalidades, y examinaba exhaustivos perfiles de personalidad sacados de viejos archivos y, ahora, cauta pero meticulosamente puestos al día y ampliados. Un día, se enteró de que se alquilaba por un precio muy bajo una casa en la calle Disraeli, número once, y Kurtz, para guardar mejor sus secretos, ordenó a todos los que trabajaban en el caso que se trasladasen allá, disimuladamente.
El día siguiente, Misha Gavron y Kurtz se reunieron para tratar de otro caso, y Gavron observó escépticamente:
- Me han dicho que nos dejas.
Si., ya que Gavron algo sabía de la marcha de los asuntos, aunque no lo sabía con la debida exactitud. Sin embargo, Kurtz no cedió. No había llegado el momento todavía. Alegó la autonomía de los departamentos de operaciones, y, luego, se cerró de banda.
El número once de la calle Disraeli era una hermosa villa árabe, no muy grande pero fresca, con limoneros en el jardín delantero, y unos doscientos gatos, que las funcionarias sobrealimentaron de una manera absurda. Por esto la casa fue inevitablemente denomi nada The Cathouse (Cathouse: casa de gatos, casa de prostitución), y dio nueva cohesión al grupo, con lo que quedó asegurado, en méritos de la proximidad física de los escritorios, que no se produjeran lamentables lagunas entre los diversos campos especializados, y que tampoco ocurrieran filtraciones. También sirvió para elevar la categoría de la operación, lo cual era de suma importancia para Kurtz.