Читаем La chica del tambor полностью

- A la sazón, ya sabíamos quiénes eran estos hermanos. Se trataba de una familia de la orilla Oeste, de un pueblecito dedicado al cultivo de viñedos, cerca de Hebrón, que había huido después de la guerra del sesenta y siete. Había un cuarto hermano, pero era demasiado joven para pelear, incluso de acuerdo con el criterio palestino. Había dos hermanas, aunque una de ellas murió en un bombardeo de represalias que tuvimos que efectuar al sur del río Litani. Con ello, el tal ejército había quedado muy menguado. A pesar de todo, seguimos buscando a nuestro hombre. Esperábamos que obtuviera refuerzos y volviera a la carga. No lo hizo. Dejó de actuar. Pasaron seis meses. Pasó un año. Nos dijimos: «Olvidémonos de él, probablemente los suyos le han matado, ya que esto es normal.» Nos dijeron que los sirios le habían tratado con cierta dureza, por lo que bien cabía la posibilidad de que hubiera muerto. Hace pocos meses nos llegó el rumor de que este hombre había venido a Europa. Aquí. Que había formado un equipo, varios de cuyos miembros eran muchachas, la mayoría de ellos alemanes y jóvenes.

Se llevó más comida a la boca, y, con expresión meditativa, masticó y tragó. Terminado este trámite, prosiguió:

- Dirigía el equipo a distancia, interpretando el papel de Mefistófeles árabe ante un puñado de críos impresionables.

Al principio, en el silencio que siguió a estas palabras, Alexis no pudo examinar la cara de Schulmann. El sol se había situado detrás de las colinas castañas a las que la ventana daba. A consecuencia de ello, era difícil interpretar la expresión del rostro de Schulmann. Discretamente, Alexis movió la cabeza y volvió a mirar a Schulmann. Se preguntó a qué podía deberse la aparición de aquel lechoso velo que cubría sus oscuros ojos. ¿Y era realmente la nueva luz del sol lo que había dejado desteñida la piel de Schulmann, dejándola agrietada, enfermiza o muerta? Después, en el curso de aquel día tan abundante en percepciones luminosas y, en ocasiones, dolorosas, Alexis vio la pasión que hasta aquel instante había estado oculta a su percepción allí, en el restaurante, y abajo en la dormida ciudad balneario, con sus grandes edificios ministeriales. De la misma forma que se ve que ciertos hombres aman, Schulmann estaba poseído por un profundo y terrible odio.

Schulmann se fue aquella misma tarde. El resto del equipo se quedó dos días más. Se pretendió celebrar una fiesta de despedida con la que el silesio quería destacar las excelentes relaciones que tradicionalmente sostenían ambos servicios. Se trataba de una reunión vespertina con cerveza y salchichas que Alexis abortó discretamente mediante el hecho de advertir que, teniendo en consideración que el gobierno de Bonn había decidido, aquel mismo día, difundir clarísimas indirectas de un posible y próximo suministro de armas a la Arabia Saudí, era muy poco probable que los invitados a la fiesta estuvieran de humor festivo. Este fue quizás el último acto de servicio eficaz que llevó a cabo Alexis en el desempeño de su cargo. Un mes después, tal como Schulmann había predicho, Alexis fue trasladado a Wiesbaden. Se trataba de un cargo oscuro que teóricamente constituía un ascenso, pero que reducía en mucho las iniciativas de la caprichosa individualidad de Alexis. Un periódico poco amable, que en otros tiempos se había contado entre los defensores del buen doctor, comentó aviesamente que la pérdida sufrida por Bonn se traduciría en ganancia del espectador de televisión. El único consuelo de Alexis, en un momento en que muchos de sus amigos alemanes se apresuraban a distanciarse de él, fue la recepción de una cariñosa nota manuscrita, con expresión de buenos deseos, con matasellos de Jerusalén, que encontró en su nueva mesa escritorio, el primer día que ocupó su nuevo cargo. Con la firma «Siempre suyo, Schulmann», la nota le deseaba buena suerte, y los deseos de un nuevo encuentro, fuera oficial, fuera privado. En una amarga postdata Schulmann daba a entender que tampoco él estaba pasando una buena temporada. La nota decía: «A no ser que consiga resultados pronto, mucho temo que me encontraré en una situación semejante a la suya.» Con una sonrisa, Alexis metió la nota en un cajón en donde cualquiera podría leerla y, sin duda, sería leída. Sabía exactamente lo que Schulmann hacía, y le admiraba por ello. Schulmann estaba sentando inocentemente las bases de su próxima relación. Un par de semanas después, cuando el doctor Alexis y su joven novia contrajeron matrimonio discretamente, las rosas enviadas por Schulmann fueron, entre todos los obsequios, el que más alegró y divirtió a Alexis, quien pensó: «¡Y ni siquiera le dije que iba a casarme!»

Aquellas rosas fueron como la promesa de un nuevo amor, precisamente en el momento en que Alexis más lo necesitaba.


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