- En marzo, cuando surgió otro problema, ocurrió exactamente lo mismo, pero en esta ocasión tratábamos con Paris. Detuvieron a unos cuantos franceses, y a nadie más. Algunos funcionarios fueron elogiados, y gracias a nosotros, ascendidos. Pero los árabes…
Schulmann encogió los hombros con resignada benevolencia, y siguió:
- Esta actitud quizá sea expeditiva. Es buena para la política petrolera, para la economía, es buena para todo. Pero no para la justicia. Y lo que nosotros queremos es justicia.
Schulmann ensanchó la sonrisa, en directo contraste con el significado de sus palabras.
Dijo:
- Por esto, hemos aprendido a ser reticentes. Más vale que, al hablar, pequemos por poco que por mucho. Ahora bien, cuando nos encontramos con una persona que esta bien dispuesta con respecto a nosotros, con un historial brillante, y con un padre ejemplar, cual es su caso, pues bien, en este caso colaboramos. Con discreción. Sin formalidades. Entre amigos. Si esta persona puede utilizar constructivamente nuestra información en su beneficio, si ello puede servirle para progresar en su carrera, pues tanto mejor, sí, ya que nos gusta que nuestros amigos lleguen a ser influyentes en su oficio. Pero también queremos la parte de beneficios que nos corresponde. Esperamos resultados. Y los esperamos principalmente de aquellos que son amigos nuestros.
Estas palabras fueron las que más se acercaron, en aquel día o en cualquiera de los posteriores, a algo parecido a una propuesta. Alexis nada dijo. Con su silencio expresó su simpatía. Y Schulmann, quien tan bien comprendía a Alexis, también comprendió su actitud, ya que reanudó la conversación como si el trato hubiera quedado cerrado, y los dos colaborasen plenamente. Comenzó diciendo, en el tono de quien recuerda:
- Hace unos años, un grupo de palestinos nos creó ciertos problemas en Israel. Por lo general, los palestinos son gente de poca valía. Muchachos campesinos esforzándose en ser héroes. Cruzan subrepticiamente la frontera, se esconden en un pueblo, ponen sus bombas y salen a todo correr. Si no los cogernos en la primera ocasión, los cogemos en la segunda, caso de que haya tal segunda ocasión. Sin embargo, los hombres a quienes me refería al principio eran diferentes. Tenían un buen mando. Sabían moverse. Sabían evitar a los confidentes, borrar su rastro, organizarse por sí mismos, redactar sus propias órdenes. La primera vez atacaron un supermercado en Beit Shean. La segunda vez atacaron una escuela, después atacaron unos grupos de colonos, luego otra tienda, hasta que, por fin, su campaña comenzó a ser monótona. Luego comenzaron a atacar a nuestros soldados, cuando, estando de permiso, hacían autostop para ir a su casa. Y entonces comenzaron a aparecer las madres indignadas, los artículos periodísticos y todo lo demás. El grito unánime era: «Atrapad a esa gente.» Nos pusimos alerta, y dimos las oportunas órdenes a todo quisque. Descubrimos que aquella gente se servía de cuevas en el valle del Jordán. Descansaban. Vivían sobre el terreno. Pero no podíamos encontrarlos. La propaganda que los apoyaba los llamaba el «Comando Ocho», pero nosotros conocíamos del derecho y del revés el Comando Ocho, el tal comando no hubiera podido siquiera encender una cerilla sin que nosotros lo supiéramos con una antelación sobradamente cómoda. Con respecto a los nuevos atacantes se decía que eran hermanos. Si, un negocio familiar. Un confidente había contado tres, otro había contado cuatro. Pero, con toda certeza, se trataba de hermanos y, tal como ya sabíamos, tenían su base de operaciones en el Jordán. Formamos un equipo y comenzamos a buscarlos. Les llamamos Sayaret, se trata de equipos pequeños, formados por hombres duros. Nos enteramos de que el comandante palestino era un hombre solitario, muy poco proclive a otorgar su confianza a alguien que no fuera de la familia. Estaba obsesionado con el traicionero carácter árabe. Jamás dimos con él. Pero sus dos hermanos no eran tan escurridizos. Uno de ellos andaba encaprichado con una chica de Amán. Una mariana, al salir de casa de esta chica, cayó ametrallado. El segundo cometió el error de visitar a un amigo, en Sidón, en cuya casa pasó una semana. Nuestras fuerzas aéreas hicieron trizas su automóvil, mientras viajaba por la carretera de la costa.
Alexis no pudo reprimir una sonrisa de excitación, y murmuró: -No había bastante hilo conductor.
Pero Schulmann optó por fingir que no oía estas palabras. Schulmann prosiguió: