Casi ocho semanas pasaron antes de que el hombre a quien Alexis conocía como Schulmann regresara a Alemania. Durante este período, las investigaciones y el planeamiento de los equipos de Jerusalén habían dado tantos y tan extraordinarios saltos, que aquellos que aún trabajaban entre las ruinas de Bad Godesberg apenas podían reconocer el caso. Si se hubiera tratado solamente de un asunto consistente en castigar a los culpables -si el siniestro de Godesberg hubiera sido aislado, en vez de formar parte de una concatenada serie-, Schulmann no se hubiera tomado la molestia de intervenir, por cuanto su finalidad era más ambiciosa que la de castigar pura v simplemente, y estaba íntimamente relacionada con su supervivencia profesional. Ahora, ya durante meses, y bajo la incesante insistencia de Schulmann, sus equipos habían estado buscando lo que él llamaba una ventana lo bastante ancha para que alguien penetrara por ella y derrotara al enemigo desde el interior de la casa, en vez de atacarle con tanques y artillería desde el terreno frontero a la casa, siendo esto último el más destacado deseo de Jerusalén en la actualidad. Gracias al caso de Godesberg, se creía, haber encontrado tal ventana. Mientras los investigadores de la Alemania Occidental aún se perdían entre vagas pistas, los burócratas de Schulmann en Jerusalén estaban formando disimulados vínculos en lugares tan apartados como Ankara y el Berlín Oriental, así como trazando las Líneas de mando posibles, antes de lanzarse al ataque por esta o aquella vía diplomática. Los veteranos ya hablaban de imágenes reflejadas en un espejo, es decir, de la formación, en Europa, de organizaciones harto conocidas en el Oriente Medio, hacía dos años.
Schulmann no fue a Bonn, sino a Munich, y no fue allá como un tal Schulmann, y además, ni Alexis ni su sucesor, el silesio, se enteraron de su llegada, que era precisamente lo que Schulmann quería. Ahora, su nombre era Kurtz, aunque lo usaba tan poco que incluso se le podría perdonar en el caso de que algún día se olvidara de él. Kurtz, que significa «corto». Kurtz, el del camino corto, decían algunos. Y sus víctimas decían, Kurtz, el de la mecha corta. Otros hacían complicadas comparaciones con el personaje de Joseph Conrad. Pero la verdad monda y lironda era que el hombre procedía de la Moravia y, originariamente, se escribía Kurz, hasta que un policía británico, durante el Mandato, llevado por su sabiduría le añadió una «t». Y el apellido había conservado la «t», como una pequeña daga clavada en el cuerpo de su identidad, cual si de un chivo expiatorio se tratara.
Nuestro hombre llegó a Munich, vía Estambul, después de haber cambiado pasaporte dos veces, y de haber utilizado tres aviones. Antes, había pasado una semana en Londres, aunque allí apenas se le vio. En todos los Lugares en que estuvo, se ocupó de rectificar situaciones, comprobar resultados, conseguir ayudas, persuadir a personas, dándoles coberturas y el auxilio de verdades a medias, dando ímpetu a los remisos mediante su extraordinaria y constante energía, así como mediante el volumen y el alcance de su planeamiento avanzado, aun cuando a veces se repetía, u olvidaba alguna orden menor dada por él mismo. Solía decir, acompañando sus palabras con un guiño, que vivimos muy poco tiempo, y que estamos muertos durante demasiado tiempo. Esto era lo más parecido a una disculpa que nuestro hombre decía, y su personal solución del problema consistía en no dormir. En Jerusalén se solía decir que Kurtz dormía con la misma velocidad con que trabajaba. Y era mucha velocidad. Kurtz, le explicaban a uno, era el jefe de las operaciones de Europa. Kurtz era el que abría camino donde no podía abrirse. Kurtz hacía florecer el desierto. Kurtz regateaba e intrigaba y mentía incluso en sus oraciones, pero se ganaba una buena suerte cual los judíos no habían tenido en el curso de dos mil años.