Читаем La chica del tambor полностью

Durante el trayecto, apenas hablaron. Schulmann admiró el paisaje y sonrió con la serenidad propia de quien se ha ganado el descanso de la fiesta del sábado, a pesar de que la semana sólo estaba mediada. Alexis recordó que el avión de Schulmann partía de Colonia a primera hora de la tarde. Como un niño que espera le vayan a buscar a la escuela, Alexis contaba las horas que podría estar en compañía de Schulmann, presumiendo que éste no tenía otras citas concertadas, lo cual era una presunción ridícula pero maravillosa. En el restaurante, el patrón italiano trató, cual era de prever, con gran deferencia a Alexis, pero fue Schulmann quien realmente le encantó. Le dio el tratamiento de Herr Professor e insistió en situarlos en una gran mesa junto a una ventana, mesa en la que hubieran podido sentarse seis comensales. Abajo, se extendía la ciudad vieja, y más allá el sinuoso Rin, con sus colinas castañas y sus mellados castillos. Alexis conocía de memoria aquel paisaje, pero hoy, al través de la vista de su nuevo amigo Schulmann, le parecía que lo viera por primera vez. Alexis pidió dos whiskies y Schulmann no se opuso. Contemplando con evidente agrado el paisaje, mientras esperaban que les sirvieran las copas, Schulmann habló por fin:

- Quizá si Wagner hubiera dejado en paz a ese muchacho, Sigfrido, el mundo hubiera sido un poco mejor.

Durante un instante, Alexis no pudo comprender lo que había ocurrido. Hasta el momento, había tenido un día muy ocupado, con el estómago vacío y la mente tensa. ¡Schulmann había hablado en alemán! Con un denso y enmohecido acento sudeta que petardeaba como un motor en mal estado. Y, además, había esbozado una contrita sonrisa que era, al mismo tiempo, una confesión y una invitación a la conspiración. Alexis soltó una risita, Schulmann también rió, les sirvieron el whisky, brindaron y bebieron, aunque lo hicieron sin seguir el pesado rito alemán de «mirar, beber y volver a mirar», rito que a Alexis siempre le había parecido excesivo, principalmente si se practicaba con judíos, quienes instintivamente consideraban que los formalismos alemanes constituían una amenaza.

Cuando esta ceremonia de amistad hubo terminado, Schulmann observó, hablando de nuevo en alemán:

- Me han dicho que pronto le van a dar un nuevo destino, en Wiesbaden. Un trabajo burocrático. Más importante pero menos importante, según he oído decir. Dicen que usted es demasiado importante para la gente de aquí. Ahora que le conozco a usted y que conozco a esa gente, la noticia no me sorprende.

Alexis también se esforzó en no parecer sorprendido. Nadie le había hablado de un nuevo destino, aunque sabía que el asunto estaba en marcha. Incluso el hecho de haber sido sustituido por el silesio se trataba como si fuera un secreto. Alexis no había tenido tiempo de decir de ello ni media palabra a nadie, ni siquiera a su joven novia, con la que sostenía intrascendentes conversaciones telefónicas varias veces al día.

Filosóficamente, como si se dirigiera tanto al río como a Alexis, Schulmann observó:

- Así es la vida… Créame, en Jerusalén la carrera de un hombre es igualmente insegura. Ahora se va cuesta arriba, ahora se va cuesta abajo. Si., así son las cosas.

Schulmann parecía un poco defraudado, a pesar de todo. Interrumpiendo una vez más el curso de los pensamientos de Alexis, Schulmann añadió:

- Me han dicho que es una señorita encantadora, atractiva, inteligente, leal. Quizá sea demasiado mujer para esa gente.

Resistiendo la tentación de aprovechar la oportunidad para convertir la reunión en un seminario sobre los problemas de su vida, Alexis dirigió la conversación hacia la conferencia celebrada aquella misma mañana, pero Schulmann contestó con vaguedades, observando únicamente que los técnicos jamás resuelven nada, y que las bombas le aburrían. Había pedido pasta y la comió tal como comen los prisioneros, utilizando cuchara y tenedor, pero sin tomarse la molestia de mirar al plato. Alexis, temeroso de interrumpir los pensamientos de Schulmann, procuró hablar lo menos posible.

En primer lugar, Schulmann, con la tranquilidad con que hablan los hombres entrados en años, se embarcó en un moderado lamento acerca de los llamados aliados de los israelitas en la lucha antiterrorista. Con acentos de hogareños recuerdos, declaró:

- El pasado mes de enero, cuando estábamos ocupados en una investigación totalmente diferente, visitamos a nuestros amigos italianos. Les mostramos unas buenas pruebas, les dimos unas buenas señas. Los italianos poco tardaron en detener a unos cuantos italianos, mientras las personas en que Israel estaba interesado se encontraban seguras, en Libia, descansando y con la piel tostada, en espera de que les encomendaran otra misión. No era esto lo que nosotros queríamos.

Schulmann se llevó pasta a la boca. Se secó los labios con la servilleta. Alexis pensó que para Schulmann la comida era lo mismo que el combustible para un motor. Come para poder luchar. Schulmann prosiguió:

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