Читаем La chica del tambor полностью

- Esta bomba estuvo catorce horas en la casa. La saeta de los minutos da una vuelta por hora y la saeta de las horas da una vuelta en doce horas. ¿Cómo se explica que la bomba tardara catorce horas en estallar, cuando la previsión sólo podía ser de una hora a lo sumo?

El silesio tenía una conferencia completa para contestar cada una de las preguntas que le formularan. Ahora, dio una conferencia, mientras Schulmann, con su benévola sonrisa, comenzaba a tentar suavemente los bordes del circuito, con sus gruesos dedos, como si hubiera perdido algo en el relleno que había debajo. El silesio dijo que probablemente el reloj había fallado. Quizá el traslado en automóvil hasta la Drosseistrasse había dañarlo al mecanismo. El silesio también dijo que cabía la posibilidad de que el agregado laboral, al dejar la maleta sobre la cama, había alterado el circuito. Lo más probable era que el reloj, debido a su baratura, se parase y volviera a ponerse en marcha. Lo más probable era cualquier cosa, pensó Alexis irritado. Pero Schulmann tenía otra teoría, mucho más ingeniosa. Hablando como si distraídamente hiciera un aparte, y dedicando su atención a las bisagras de la maleta, dijo:

- O quizá el hombre de la bomba no rascó debidamente la pintura de la saeta.

Schulmann extrajo un viejo cortaplumas de múltiples usos, seleccionó un punzón, y comenzó a empujar levemente la cabeza del alfiler hacia arriba, confirmando la facilidad con que se podía arrancar. Dijo:

- Sus técnicos de laboratorio han rascado toda la pintura, pero quizá el hombre de la bomba no era tan científico como sus técnicos.

Cerró ruidosamente el cortaplumas y añadió:

- Ni tan hábil, ni tan cuidadoso.

En su fuero interno, Alexis protestó: ¡Pero si era una chica! ¿Por qué razón Schulmann comenzaba a hablar repentinamente del hombre de la bomba, cuando todos estamos pensando en una linda muchacha vestida de azul? Sin darse cuenta, al parecer, que de momento había desbancado al silesio mientras éste se hallaba en plena actuación, Schulmann fijó su atención en el circuito situado en la parte interior de la tapa de la maleta.

Con angelical modestia, el silesio preguntó:

- ¿Ha visto algo interesante, Herr Schulmann? ¿Ha descubierto una pista, quizá? Por favor díganoslo. Será interesante.

Schulmann meditó tan generosa oferta. Y mientras se acercaba a la mesa con sus macabros restos, que examinaba atentamente, dijo:

- Falta hilo conductor. Si, ya que aquí tiene usted un resto de setenta y siete centímetros de hilo.

Schulmann sostenía en la mano un chamuscado ovillo de hilo conductor. Estaba enrollado como se suele enrollar el hilo de lana, con un extremo ciñéndolo. Schulmann dijo:

- En su reconstrucción tiene usted un máximo de veinticinco centímetros. ¿A qué se debe el que en su reconstrucción falte medio metro de hilo?

Hubo un momento de intrigado silencio, antes de que el silesio soltara una sonora y benévola carcajada. Como si se dirigiera a un niño, el silesio explicó:

- Herr Schulmann, este hilo es hilo sobrante. Cuando quien quiera que fuese construyó la bomba, le sobró hilo y echó este hilo sobrante al interior de la maleta. Esto es normal, por una razón de limpieza.

El silesio repitió:

- Es hilo sobrante. Ubrig. Sin significado técnico. Sag ihm dock ubrig.

Alguien tradujo, sin que hubiera necesidad de ello:

- Sobras. Carece de significado, Herr Schulmann. Son sobras.

La pequeña crisis pasó, la laguna quedó colmada, y la próxima vez que Alexis dirigió la vista a Schulmann le vio discretamente situado junto a la puerta, dispuesto a irse, con la ancha cabeza parcialmente orientada hacia Alexis, levantado el antebrazo en cuya muñeca llevaba el reloj, pero con un aire que antes parecía tentarse el estómago que mirar la hora. Los ojos de uno y otro no se encontraron del todo, pero Alexis supo con toda certeza que Schulmann le estaba esperando, que deseaba que él cruzara la estancia y le dijera, almuerzo. El silesio seguía hablando monótonamente, y sus oyentes le rodeaban, en pie, como un grupo de pasajeros de avión en espera en un aeropuerto. Apartándose discretamente del grupo, Alexis se acercó de puntillas a Schulmann. En el pasillo, Schulmann cogió de! brazo a Alexis, en un gesto de sincero afecto. Ya en la calle -era un día soleado- los dos hombres se quitaron la chaqueta, y, más tarde, Alexis recordó muy bien que Schulmann se remangó las mangas de su camisa del desierto, mientras Alexis paraba un taxi y le daba las señas de un restaurante italiano, situado en lo alto de una colina, en un extremo de Bad Godesberg. Alexis había llevado a mujeres a tal restaurante, pero jamás a hombres, y Alexis, que jamás dejaba de ser voluptuoso, siempre tenía conciencia de las primeras veces.

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